Libros que leí: EL NECRONOMICÓN (H.P.Lovecraft y otros autores, 1996, Estados Unidos).

Este libro, pese a no contar casi con ningún texto escrito por el de Providence, es todo un chute de mitología lovecraftiana: que si loto negro, que si culto a Dagon, que si ciudades prohibidas, que si dioses primigenios… Y no sé si el editor lo pretendía pero su lectura ha resultado complicada por culpa de una estructura caótica.

Primero decir que la edición española que ha llegado a mis manos es desastrosa, con letras diminutas, con un índice inútil y totalmente errado, con mezcla de relatos de una página junto a otros larguísimos, etc. Y pensándolo bien, puede que esa leyenda de que leer el Necronomicón causa la locura, con un libro así un poco sí que se logra.

Segundo, si algún incauto se acerca a este volumen buscando una conexión con las películas de Sam Raimi –su saga ‘Evil Dead’– se decepcionará, pues el director tan sólo tomó el nombre y el concepto de un libro maldito (y lo adornó muy bien, eso sí). En Historia del Necronomicón –el único relato escrito realmente por Lovecraft, por desgracia– parece que el célebre autor pretendió ir poco a poco creando el mito de que su ficticio libro mágico había sido redactado en la realidad en un pasado remoto. Esta obra se fue completando gracias a otros autores de su esfera y fans posteriores, que es lo que en verdad contiene este compendio de relatos de terror, en que a continuación destacaré los más notables.

No voy a pararme a mencionar a los autores (más allá de un tal Robert M. Price, que según parece es el que llevó a cabo la compilación… o no, como ya dije, el dichoso libro no te aclara nada), pero los cuentos titulados El muro de Settler, El que aúlla en la oscuridad, Demonios de Cthulhu, El castillo en la ventana y La víbora son un poco así los más interesantes y mejor escritos.

En El muro de Settler dos amigos ven una muralla antigua junto a la carretera y ésta es imposible de escalar, y mientras más la investigan, más perturbadora se hace. Son la clase de relatos cortos de misterio que saben bien que las preguntas son más fascinantes que las respuestas; en El que aúlla en la oscuridad se nos plantea que dos americanos misteriosos se van a vivir a un castillo desde el cual raptan a aldeanos y hacen rituales con ellos, y asesinan mediante magia negra a familias enemigas. El protagonista al penetrar en el castillo descubre los experimentos horrendos que llevan a cabo, siendo este cuento el que más me ha recordado al cine clásico; en Demonios de Cthulhu un niñato le chulea a un bibliotecario el Necronomicón, y con él convoca a una especie de genio concede-deseos (spoiler: sale mal). Este me gustó más por la trama de malicia, envidia y traición entre los protagonistas que por sus connotaciones sobrenaturales; en El castillo en la ventana dos investigadores dan con una casa en que hay una ventana que da directamente al medievo (no hace falta contar que uno se caerá accidentalmente por ella). De nuevo al igual que en el relato del muro, se nos presenta un fenómeno inescrutable en que unos tipos curiosos (los personajes de estos cuentos siempre son gente culta) tratan de darle explicación racional; en La víbora, exponer cualquier ente artístico o poético al contacto con el Necronomicón trae como consecuencia la corrupción de aquél, provocando el inquietante efecto de modificar todas las copias de dicho ente a nivel mundial, haciendo incluso que la gente olvide inexplicablemente el original.

En fin, son relatos imaginativos y entretenidos, razonablemente bien escritos la mayoría, pero en que se han puesto juntos sin mucho tino relatos de tres páginas de extensión, con otros de noventa. Por ejemplo El Necronomicón: la traducción de Dee es el más importante, pues narra diversos episodios de la vida de Alhazred, el “árabe loco” que presuntamente escribió el ya mentado grimorio. Y estos episodios son toda una novela de aventuras con toques aterradores que quizá algún día merecerían ser llevados a la pantalla. Lo malo es que parte de esta novela corta es una especie de manual de brujería, y una relación de demonios ancestrales.

Y es a partir de ahí donde el librito se vuelve cansino, pues se ahonda una y otra vez en que ‘tal fragmento del Necronomicón lo encontró Fulano, pero se lo dio a Mengano y éste lo editó con una mala traducción que ahora, gracias a Zutano, vuelve a estar disponible blabla’, y yo no sé si estos tipos que se mencionan son reales o no, y ya me cansa el averiguarlo, y al final todo es que para hacer creer que el puñetero Necronomicón existe pero cada vez está más y más rodeado de enigmas. Sin ir más lejos El manuscrito de Sussex es toda una suerte de Levítico bíblico mezclado con el Silmarillion, o sea, un plomizo compendio de crónicas arcanas con una abultadísima y copiosa lista de nombres incomprensibles que siempre son Yol’gul o Gol’yul y así mil combinaciones idiotas. En fin, una genealogía de dioses demoníacos y un bestiario sin mucho interés. ¡Hay páginas enteras sólo de oraciones en un idioma inventado! Pero calla que también se describen ritos de iniciación hechicera que, seguramente, los masones y demás sectarios ricachones de la vida real han copiado. Y siempre profecías de la destrucción que ocasionará tal y tal bicho gigante.

A ver, no dudo que estos autores han leído y releído la obra de Lovecraft al completo, y han estudiado a fondo sus referencias históricas y mitológicas, y se han currado toda una biblia negra con paralelismos constantes entre la verdadera Biblia cristiana, el Corán islámico y la mitología clásica. Aunque comparar el Necronomicón con éstas me parece desacertado más allá de la forma, porque que yo sepa los primigenios y los dioses oscuros que aquí se describen son inequívocamente malvados, cuyo propósito “cuando regresen” será el de destruir, devorar y esclavizar. De modo que como religión siniestra, le veo poco público potencial, por más que se esfuercen estos escritores tan morbosos.

Pues eso, que mientras es una recopilación de cuentos de miedo e intriga, el libro se deja leer sin más y entretiene. En cuanto se convierte en una “contra-Biblia” para aprender a ser mago y tener poderes, y hacerse adepto de Nyarlathotep y de sus muertos (nunca mejor dicho), se vuelve una chominá mu grande. Bien escrita y trabajada, pero inútil.

En cuanto al cine de inspiración lovecraftiana, recomiendo ‘El palacio de los espíritus’ y ‘Re-Animator’. ‘Granja maldita’ tampoco está mal (creo que es mejor adaptación del relato El color que cayó del cielo que la que protagonizó Nicolas Cage hace poco). Mas sin lugar a dudas, el mejor largometraje que se ha realizado en que los monstruos imaginados por H.P. mejor han sido plasmados junto a su estilo de terror enfermizo y desesperante, es la producción de 1994 dirigida por John Carpenter ‘En la boca del miedo’. De hecho, uno de los relatos de este compendio escrito por un tal John Brunner, yo apostaría a que la inspiró fuertemente. Si leéis a Lovecraft con pasión, no os perdáis esta película.

RETRATOS PARA LA ETERNIDAD

Retratos para la eternidad, de Ignacio Camacho

Podría ser un italiano del norte, parece que llega después de dar un paseo por la Piazza del Duomo y que se viste tan elegante porque se compra sus trajes en la Galería Víctor Manuel II de Milán. Camina con una indolencia natural que ondula el ala de su sombrero. Da gusto verle tan alto y distinguido, tímido y entrañable, con clase, raza, educación, un raro dandi, de los que ya no te encuentras, en España, por ningún sitio. Pero no es italiano, es sevillano, de Marchena, un andaluz profundo, serio, culto, sabio, y el más grande columnista de nuestro país. Es Ignacio Camacho.

Acaba de publicar un luminoso libro, RETRATOS PARA LA ETERNIDAD, con el subtítulo de “Obituarios periodísticos” donde explora, con brillantez  y de forma conmovedora, el carácter y la vida de casi cien personas que han desaparecido, recreando las situaciones en que estas figuras encontraron el coraje, la fortaleza, la fuerza intelectual, y la imaginación necesarios para hacer frente a su destino. Las culturas que persiguen el éxito no prestan atención a la muerte, pero esta llega inevitablemente. Al final de nuestro viaje sólo queda asumir todo lo que eres y has sido, de este modo llegas a consolarte, incluso aprendes a agradecer lo que el fracaso te ha enseñado de ti mismo. Algunos tienen la suerte de que Ignacio Camacho les escriba un obituario desde la admiración, el respeto, y el afecto. 

Como dice José Luis Garci en el prólogo “Mas que dar sus condolencias, Ignacio Camacho hace una alegre visita al difunto, y comparte con él, no en el sanatorio sino en el living, un Jameson o un dry martini, y, ya en off, una charla animosa, nada fúnebre, que termina con un apretón de manos. Leerle tranquiliza hasta a los más aprensivos”.

El libro está dividido en cuatro partes: “El Poder y la Gloria” dedicado a los políticos y a algunos banqueros que tuvieron poder económico, y de alguna manera disfrutaron de su lugar en el paraíso. “Polvo de Estrellas” consagrado a los actores de cine, cantautores, boxeadores, y futbolistas. “El Ser y la Nada” destinado a escritores y “Las Hojas Muertas” dirigido a los periodistas. 

Se inicia la primera parte de una manera deslumbrante, describiendo la biografía política de Adolfo Suárez, destacando su audacia como rasgo principal:

“De la mano del rey condujo al país de la dictadura a la democracia constitucional plena, a un régimen de libertades, autonomías y clases emergentes. Lo hizo sorteando presiones, abismos conspirativos, conatos violentos, oleadas terroristas y sombras de golpes de Estado. Convencido de que el éxito consistía ante todo en cerrar las heridas del siglo XX…” 

A este político le dedica una segunda parte en la que describe, con su español maravilloso de brillante lingüista, cómo debemos recordar al que debemos nuestro Estado de libertades:

“MIRADLO AHÍ, en esa foto del 23-F, impávido frente a las metralletas, digno, gallardo, sereno, rebelde. Recortado con un perfil bizarro de elegancia moral ante los demonios de la Historia. Recordadlo así, erguido ante la humillación, desafiante, honorable, íntegro, decente…” 

Y nuestro hermoso idioma brilla en todo su esplendor a lo largo del libro, dan ganas de leerlo en voz alta, despacio y claro, para que suene con la belleza con la que Camacho compone su literatura, donde no está ausente la crítica mas severa como la que le hace a Pinochet:

“Magro consuelo es el juicio de la Eternidad para quien envió de forma prematura a tanta gente inocente ante el Fiscal Supremo. Y la mayor ironía es que haya muerto de un infarto; un tipo que jamás mostró señales de poseer un corazón humano”.

Uno de los perfiles que mas sorprende por su conmovedora y certera descripción es el de Julio Anguita. A Ignacio Camacho le preocupa la justicia y la aplica con entusiasmo cuando tiene que definir a un hombre honrado y bueno como el político comunista:

“Su profesión de maestro de escuela le había dotado de una vocación por la pedagogía que convirtió en una referencia de estilo, en una forma de andar por la vida. Sentencioso, cortés, solemne, a veces engolado en su retórica actoral de ecos senequistas y su perfil altivo de califa, representaba para muchos españoles que no pensaban como él un paradigma de ética política: el de un líder, casi un gurú, reflexivo, formal, discreto, alejado de la siniestra pasión conspirativa, y aferrado a los principios que defendía con una integridad estricta.”

Con el mismo sentido de la Justicia describe la “mazmorra gigante y siniestra” que es Cuba, construida por Castro, “un sátrapa funesto y lúgubre, un ególatra iluminado”. A Margaret Thatcher la considera como “El volcán del milenio” y cree que “ Era de esas figuras públicas que se alzan sobre un filo entre la admiración y el odio”. Y considera que Santiago Carrillo “Perseguido por la sombra de Caín, tuvo la rara oportunidad de retratarse dos veces en la Historia”. A Manuel Fraga Iribarne, le bautiza como “El león remansado” y dice de él que “Su peor adversario fue él mismo, el carácter encendido y arrebatado que techaba su proyección histórica”.

Uno de los retratos mas inteligentes y acertados es el de Josep Piqué, al que conoció y admiró profundamente. Desde la amargura y el desconsuelo por su desaparición escribe:

“Su elegancia era la destilación natural de una mentalidad abierta, un talante liberal, una convicción en la fuerza de las ideas, una sobriedad emocional que no necesitaba de la afectación y de la petulancia para dejar patente su sabiduría”.

Polvo de Estrellas se inicia con un retrato de Lauren Bacall que fue galardonado con el Premio Julio Camba. Magnifico, excelente obituario a quien…

”En el guión de su vida no le concedió un solo plano a la decadencia; envejeció con una dignidad soberbia, con la lucidez, la nobleza moral y el porte físico de una vestal que conservaba en sus recuerdos el testimonio inmarcesible de un tiempo dorado. Aquel en el que Boguie y Sinatra la llamaban Betty, al despeñarse, cautivos y desarmados, en el abismo de su belleza delgada, misteriosa, magnética, insondable.”

Y a Paul Newman le rinde su sincera admiración en un retrato en el que describe, con la inteligencia y el estilo elegante que le caracteriza, el talento y el carisma del actor estrella del Hollywood dorado:

“Lo que nos conmovía de Paul Newman, lo que nos arrugaba de respeto, lo que nos inclinaba de admiración no era su presencia devastadora de galán inalcanzable, ni su indomable y majestuosa serenidad, ni el incontestable ejemplo de compromiso político y moral que circundaba el aura generosa y sugestiva de su leyenda. Era su forma de mirar, la nitidez infinita, magnética, seductora hipnótica, de sus ojos líquidos, luminosos, transparentes y oceánicos, que se han cerrado al fin, enhoramala, como una cortina de terciopelo corrida sobre el balcón de su irrepetible talento”. 

A gran Leonard Cohen le describe con el cariño y la gentileza que le inspira su compleja y divertida personalidad:

“Fue un falso místico que se aburrió en un monasterio budista, un bohemio chic desencajado en la generación de la ruptura, un dandi carrozón que mostró con crepuscular coquetería sus cicatrices de amor, de desamor, y de nostalgia. La suya fue una elegancia inconformista, de protesta contra la vulgaridad, la torpeza y la ignorancia. Una rebeldía moral escondida bajo el disfraz de un aristocrático prestidigitador de la palabra”.

A nuestro descomunal actor Alfredo Landa le destina uno de los retratos mas entrañables, tan merecido como emocionante, Ignacio Camacho tiene la sensibilidad de ver los aspectos mas conmovedores del que fue un gigante de la interpretación y un hombre bueno y sensible, una excelente persona que nos dejó desolados con su desaparición. Lean este estupendo párrafo que nos recuerda su talento y humanidad:

“Landa era nuestro Ugo Tognazzi, nuestro Alberto Sordi. Cuando el dandismo se disolvió en el dinamismo de la sociedad española junto con el subdesarrollo económico e intelectual que eficazmente retrataba, el gran Alfredo se reinventó en el enorme actorazo que llevaba dentro: un intérprete hondo, enérgico, con un nervio formidable para extraer el registro de la ternura y de la cólera, de la ansiedad y el fracaso. Tenía el poder de convocar en sus ojos la expresión exacta, simbólica y humanísima, de la lealtad, del sufrimiento, del cariño, de la derrota. Era —-lo fue de hecho en una serie de TV— la encarnación del Sancho Panza que llevaba dentro el español medio, el arquetipo de un hombre pragmático y medroso capaz de un heroísmo sublime y trágico.”

A Alfredo Di Stéfano, Pelé, Diego Armando Maradona, y Francisco Gento, le dirige unos retratos apasionados. Reconoce a los tres reyes de la historia del futbol, deporte que le gusta muchísimo, sabe mucho de él y desde luego su opinión está hecha con la autoridad ganada a lo largo de toda una vida contemplando los partidos, con sus triunfos y fracasos. Comprende un arrebato de pasión por estos héroes a los que describe con rigurosidad y placer como el que da a conocer las virtudes de aquellos que fueron en ese juego verdaderos fenómenos de masas.

Inaugura la tercera parte denominada, “El Ser y la Nada”, formado por los retratos de diecinueve escritores españoles e internacionales, glorificando a Francisco Umbral. Artículo con el que ganó el Premio González Ruano en el año 2008.

“Enredado en la pasión de escribir se volvía un huracán avasallador y torrencial, imparable y rabioso como un genio iluminado de furia”. 

A Sánchez Dragó le construye un retrato tan apasionado como era la personalidad del retratado, la consternación por la muerte del amigo que poseía una vitalidad incansable le inspira un precioso adiós:

“Descreído, libertario, castizo, cimarrón, rebelde de actitud y de conciencia, fue comunista y terminó apoyando a Vox por pura alergia a la deriva identitaria de la izquierda. Individualista, romántico, radical, taurófilo, apasionado de cualquier causa a contracorriente, polémica o quijotesca. Llevaba dentro el yin y el Yang, la dualidad taoísta de una biografía repleta de paradojas que manejaba con el desparpajo de un Peter Pan poseído por la adrenalina goethiana de la juventud perpetua. Un hombre sin etiquetas y sin mas Dios que la libertad, como el Pirata de Espronceda.”

Por último el capítulo consagrado a sus compañeros de profesión, Las Hojas Muertas, se abre con la última tragedia, la muerte de su admirado y entrañable amigo, David Gistau, a una edad demasiado temprana, con toda una vida y una brillante carrera por delante. España entera lloramos esa terrible desaparición:

“Al aproximarse a la cincuentena había alcanzado el punto de sazón, un equilibrio exacto de inteligencia y de pasión, de arrestos y de prudencia, de hondura y de chispa, de sabiduría y de pujanza, de madurez y de frescura. Contundente y primoroso, duro con las espuelas y blando con las espigas. Reflexivo como los franceses y canchero como los argentinos, sus dos países adoptivos sobre los que en momentos de melancolía civil solíamos bromear como aceptables destinos de exilio”.

Al que considera su maestro, con el que mantuvo una emocionada relación de entrañable amistad, dirige su agradecido retrato, Manuel de Málaga, la sentida fotografía literaria que dedica al enorme poeta y gran articulista Manuel Alcántara:

“Era el maestro de la paradoja penetrante y de la frase biselada, de la ironía piadosa y de la cita rápida, de la sorpresa conceptual brillando en el breve relámpago de una metáfora. Era el príncipe del ensayo urgente ametrallado en doscientas palabras. Se llamaba Manuel Alcántara y llevaba tinta en las venas y la pasión de escribir grabada a fuego en el alma. Pertenecía a la estirpe del periodismo de raza, el de fleco, nicotina y alcohol, el de la gabardina colgada, el de la dinastía de los cronistas del ring y de las tertulias literarias”.

Dieciséis retratos más de extraordinarios periodistas de periódicos, radio y televisión conforman este maravilloso capítulo final, de este libro imprescindible escrito por un verdadero artista de las palabras. No se lo pierdan, salgan a comprarlo o pídanlo a Amazon. Está primorosamente editado por Reino de Cordelia, será una joya especial en su biblioteca, léanlo despacio, admirando su categoría literaria, el rigor y la belleza que contienen sus páginas está a la alturas de los mas grandes escritores de nuestra época.

Por Ana MEGÍAS CALERO

LA INSUFRIBLE REPRESENTACIÓN

La Colección, de Juan Mayorga

Ayer me dispuse a coger mi precioso coche para dirigirme al teatro en Málaga, habíamos sacado las entradas hace un mes mi amigo Rafael y yo para una función en el teatro de Antonio Banderas. Este teatro es una preciosidad y está diseñado con mucha inteligencia. El escenario es muy grande, casi como el del Cervantes, a la altura adecuada, con buena acústica, y buena visión desde todos los ángulos y alturas. El patio de butacas es elegante y cómodo, igual en la platea que en el piso de arriba. Todo el recinto es bonito y está pensado para hacer muy agradable su estancia en él, hasta los aseos son modernos y muy agradables. No sé quien dirigió el diseño, pero debió de ser Antonio, acostumbrado a pisar los escenarios de Broadway, aquí en España no hay arquitectos que sepan cómo debe ser un recinto teatral, los que construyen son horripilantes y tienen todos los problemas de visión y acústica para las representaciones, cuando restauran destrozan los que hay sin importarles lo mas mínimo las protestas de la gente del oficio. Jamás se han asesorado, practican la soberbia del ignorante sin inmutarse, sólo sirven al político que los contrata lo demás les importa un bledo. 

Para ir a Málaga hay que salir a la carretera una hora y media antes, el viaje que debiera durar media hora, se alarga a diario porque el colapso de coches impide que el tráfico sea fluido, me pregunto qué va a pasar cuando estemos en Julio y Agosto. Cuando se llega a Málaga hay que hacer cola para introducirse en el parking de La Marina, cercano al teatro, y después esperar para entrar lentamente al recinto. Todo este esfuerzo se hace cuando a una le interesa este arte. Se abandona la casa confortable, los libros que estás leyendo cómodamente en tu salón, las buenas películas y las estupendas series que puedes escoger en las diferentes plataformas. Todas esas incomodidades, incluido el precio de las entradas y de la gasolina y del parking. Pero todo vale cuando ves una buena representación, ese milagro artístico que se produce cuando contemplas un buen texto puesto en pie sobre las tablas, y unos buenos actores tienen la vergüenza y la dignidad de representarlo para conmovernos, o divertirnos, o sorprendernos .

Había visto la programación del teatro del Soho y en ella encontré a José Sacristán, venía encabezando el reparto de una función llamada “La Colección” acompañado de Ana Marzoa, Ignacio Jiménez y Zaira Montes. Existía una desconfianza previa y es que estaba dirigida y escrita por el hiperpremiado Juan Mayorga, un dramaturgo del que nunca he podido soportar una obra, todas me han parecido infumables, anti teatrales, bodrios de la primera a la última, pero siempre piensas que después de tantos años puede que haya aprendido a escribir y esta vez puedas contemplar un texto con cierta dignidad.

No, no voy a extenderme, porque aún hoy me invade el mal humor que me produjo esa desagradable función. Esto no es una crítica es una protesta en toda regla. José Sacristán no interpretó porque no había nada que interpretar, no hubo conflicto, ni historia, sólo entendimos lo que él decía, se limitó a andar por el escenario, sentarse, levantarse, entrar y salir de escena. El resto del reparto, a pesar de los micrófonos, no fue capaz de vocalizar ni una sola frase, ni proyectaron la voz. Hablaban como si estuviesen en un plató de cine de una mala película del cine español. Desesperados Rafael y yo resistimos las dos horas que dura esa tortura de manera heroica. Mi inteligente y sagaz amigo me había advertido: Ana que es el horrible Mayorga , el que ha escrito y dirigido eso… Pero yo pensé que Sacristán está muy mayor y había que verle por si este era su último trabajo, esperaba que tuviese la vergüenza de hacer una buena interpretación como colofón a toda su carrera teatral. Pero me equivoqué, demostró una ausencia de inteligencia gigantesca al introducirse en ese despropósito de función, en un decorado tan gris oscuro como el texto que dijo, lleno de cajas del mismo color, vacías como el cerebro de ese afamado individuo que lo escribió,  porque se limitó a decirlo, no lo interpretó porque no era un texto dramático. En el escenario no pasó nada en dos horas. Concluido ese tiempo se callaron y terminó el suplicio. 

El teatro cuando es malo es lo peor. Tienes la sensación de estar sometido a una cruel tortura para que confieses las peores fechorías con ese sufrimiento.

No obstante en lugar de salir corriendo, Rafael me propuso que esperásemos hasta ver la reacción del público. El teatro estaba lleno, como siempre, de personas de avanzada edad en su mayoría, comenzaron a aplaudir y fueron poseídos in crecendo, de un vigor que les impulsó a ponerse de pie e incluso a decir ¡bravo!… Atónitos mi amigo y yo, veíamos a los cuatro actores saludar sin complejos, aceptando los vítores de ese rebaño de espectadores que van al teatro a ver al famoso que sale algunas veces en la tele y consideran que tienen el deber de aplaudirle lo que haga, aunque no se hayan enterado de nada, porque NADA sucedió encima de las tablas. Me puse a recordar los últimos años del Franquismo, en nuestra juventud, en la dictadura y en los primeros años de la Transición, el público hacía lo que pasaba en el Siglo de Oro español, es decir a los espectáculos mediocres se les pateaba, a obras que eran obras maestras comparadas con la que estuvo anoche sobre el escenario del Teatro del Soho. Dicha representación habría sido interrumpida y sus intérpretes corridos a gorrazos. 

Antes de salir del edificio pasé por el aseo, allí un grupo numeroso de señoras comentaban la función, me acerqué a ellas y les pregunté si me podían explicar lo que habían visto: ninguna pudo responderme porque no lo sabían, habían venido a ver al actor famoso que conocían de muchas películas y eso era todo. Ese es el panorama actual, triste, desolador, indignante. 

Volví al parking de mal humor, pagué y emprendí el viaje de vuelta, cuarenta kilómetros hasta casa, no volveré al teatro hasta que no venga Albert Boadella de nuevo. Espero que traiga una de sus maravillosas obras lírico dramáticas.

Por Ana MEGÍAS CALERO

EL REY QUE FUE, de ELS JOGLARS

Se acaba de estrenar en el Teatro Cervantes de Málaga, en la programación de Festival de Teatro de esa ciudad, EL REY QUE FUE, por la extraordinaria compañía de JOGLARS. Una comedia dramática escrita y dirigida por Albert Boadella. La expectación era muy grande, se habían vendido todas las localidades del teatro tres meses antes y el público abarrotaba el recinto impaciente por ver el último espectáculo de esa magistral compañía, de nuevo con su mítico director, un raro genio, que ha creado el teatro mas interesante de España en los últimos cincuenta años. 

La obra es un retrato personal del Rey Juan Carlos, contemplado con enorme humor y piedad, con ironía y respeto, y ese tono tan difícil lo consigue Albert Boadella con la ayuda, y el excepcional talento actoral, del legendario cómico Ramón Fontseré, que encarna al Emérito de tal manera que desde que sale al escenario estamos viendo a Don Juan Carlos, el público asombrado y divertido no para de sonreír y reír durante toda la función. Un retrato compasivo de un héroe auto destruido por su afición al dinero y a las mujeres. 

La obra se desarrolla a bordo de un barco, que navega por el Golfo Pérsico y es asombroso que con pocos elementos, unos mástiles, cuerdas, y algunos cajones, ELS JOGLARS  haya creado un espacio escénico que funciona como una nave donde los personajes viven una aventura con el Rey de España. La expresión corporal de todo el reparto nos traslada al movimiento del mar en muchas escenas y la efectividad del diseño de sonido de David Angulo demuestra el oficio del equipo técnico de la compañía. 

Ramón Fontseré, anda, se mueve, habla, grita, se ríe, se enfada, con la voz y los gestos del Rey Juan Carlos, su interpretación es de una perfección inusitada en cualquier actor que no fuese él. Pero le hemos visto proezas como esta en muchas ocasiones, recuerdo su Dalí impresionante al que resucitó en aquel montaje formidable de 1999. 

La obra representa la España actual y el monarca nos recuerda su vida, entre risas se confiesa contando su niñez solitaria, coqueteando con las dos mujeres de a bordo, Inés, una simpática gallega, representada por la actriz Dolors Tuneu, a la que mete mano, que le ayuda a hacer una paella que contiene todos los elementos diversos de España, pero le echa tanta sal que resulta incomestible. Discute y se besa con Carmela, interpretada por Pilar Sáenz, que ha escrito un libro en el que narra la verdad de sus errores. La comedia avanza desde el tono de humor hasta el drama que se inicia con la aparición de un hijo bastardo, interpretado por Bruno López Linares, impertinente y republicano que se convierte en un bufón de corte a la antigua usanza y recuerda al monarca su errática vida y cómo su absurdo comportamiento ha puesto en peligro la Corona. Ese Rey, divertido y peculiar, responde al bastardo obligándole a reconocer su sacrificio político y sus aciertos para transformar la España de entonces en la democracia que hoy conocemos. 

Durante una tempestad el Rey se queda solo en cubierta y asistimos a la mejor escena de la obra, la oscuridad de la tormenta transforma a los tripulantes de la embarcación en sombras tenebrosas que representan los fantasmas de la vida del protagonista. A la manera de Shakespeare el drama toma forma y los recuerdos abruman al Rey como un Macbeth de nuestro tiempo, es una maravilla escénica sobrecogedora resuelta de manera magistral por la dirección y la expresión corporal del reparto que, junto a la siempre brillante iluminación de Bernat Jansá, crean el asombro del público al que se le congela la sonrisa después de haberse divertido a lo largo de toda la función de más de una hora. Cuando cesa la catástrofe el protagonista queda solo y olvidado de todos y sale como vino con su derrotado andar camino de la historia . 

El gran talento de Albert Boadella, seguramente el mejor director teatral de Europa, su ingenio, su sabiduría, su enorme oficio, su seriedad para crear espectáculos teatrales de gran efectividad, su habilidad para el mejor humor, son el mayor reclamo para acudir siempre a contemplar su trabajo seguros de ver el mejor teatro de nuestro tiempo.

Por Ana MEGÍAS CALERO

Libros que leí: LA REVOLUCIÓN RUSA (E.H.Carr, 1979, Reino Unido).

En fin, quién me manda a mí, sin tener referencias de ninguna clase. Acabo de terminar de leerme un libro titulado La revolución rusa y en él no se le dedica una sola palabra al asesinato de la familia real. No digo un capítulo; no digo un párrafo; no digo una línea.

El pedazo de cabrón este Carr no escribe una palabra acerca de cómo Lenin ordena personalmente el asesinato a traición y a sangre fría (y en secreto, al estilo soviético) del zar, de la zarina, de sus cinco hijos –incluyendo al zarévich de 13 años de edad–, de su mayordomo, de su cocinero, de su médico personal, de su institutriz y de su perro (matan hasta a los perros…).

Y el tío tiene los británicos huevos de escribir un libro con el título La revolución rusa… Y otro tío tiene la poca vergüenza de publicárselo… Y mi padre cometió el fallo de comprarlo y conservarlo… (ese error ya está arreglado, como bien se aprecia en la foto de cabecera.)

Si decidí acabarlo, fue porque mi mente a veces tiene dificultad para aceptar ciertas cosas. Y siempre alberga ingenuas esperanzas de que si un mamón inglés de Oxford estudia los hechos históricos relevantes relacionados con la revolución bolchevique y decide escribir un libro sobre el tema, pues tenga la decendia de mencionar ese pequeño detalle.

Pero de eso nada. Dedica –haciendo gala de estilo plomizo y pedante– docenas y docenas de páginas a constatar las discusiones interminables y vericuetos verbales y discursos y pullas y campañas que se hacían unos a otros para decidir la suerte del desventurado pueblo ruso.

Disculpa a los dirigentes las hambrunas de proporciones bíblicas que provocaron, lo típico, aduciendo falta de previsión, o inocentes errores que podrían haberle pasado a cualquiera… Se empeña en no tacharlos de ineptos despreciables a los que les importaba una mierda si, por conservar el poder y por lograr todos sus chiflados objetivos, se moría media Rusia (y efectivamente, cayeron por millones).

Desprecia a Stalin y admira a Lenin, vaya percal. Es como odiar a Drake y admirar a Barbanegra.

Tampoco sé por qué profesa una odiosa animadversión hacia ‘los campesinos’, describiéndolos como supersticiosos y tercos (casi comparándolos con animales), culpables de retrasar la “colectivización” –que traducido a nuestro lenguaje quiere decir ‘saqueo sistemático a gran escala’ y no otra cosa–. Un desprecio típico de académico urbanita, asquerosamente clasista.

Vale que puedo admitir que en los años setenta, el comunismo se hallaba en la cúspide de su prestigio mundial (o lo que es lo mismo, cuando sus colosales mentiras tuvieron más calado internacional). Pero de ahí a escribir cosas como esta: El obrero soviético, e incluso el campesino soviético, era en 1967 una persona muy diferente de lo que habían sido su padre o su abuelo en 1917. Difícilmente podía dejar de ser consciente de lo que la revolución había hecho por él; y eso pesaba más que la ausencia de unas libertades que nunca había disfrutado ni soñado en disfrutar. La dureza y la crueldad del régimen eran reales. Pero también lo eran sus logros.

Ea, para qué iba a querer nadie libertades que al fin y al cabo podía pasar sin ellas, e incluso mucha gente estaba más a gusto sin imaginarse tonterías de poder decir lo que quisiera y hacer con su vida lo que le pareciese, bah, vaya estupidez. Y bueno, los logros, qué decir de los logros. A la vista están los grandes logros humanos aportados por el marxismo.

Este sujeto que esparció su basura intelectual por universidades de supuesto renombre, siendo uno de los muchísimos sembradores en Occidente de lo guay que es ser comunista (pero nunca ejerciendo realmente, ni por supuesto viviendo en un país del área soviética, válganos Dios), firma un libro que podríamos calificar como ‘triple A’: Abyecto, Amoral y Asqueroso.

Remata su última página con la única frase indiscutiblemente verdadera de entre todas sus gilipolleces: Pero [la revolución] ha producido repercusiones más profundas y más duraderas en todo el mundo que cualquier otro acontecimiento histórico de los tiempos modernos. Y es que cien millones de muertos, incontable hambrunas, deportaciones masivas, regímenes totalitarios y un mundo plagado de guerra y miseria quieras que no produce repercusiones muy muy profundas.

Que el fuego purifique estas deleznables sandeces.

Libros que leí: EL SEÑOR DE LAS MOSCAS (William Golding, 1954, Reino Unido).

Está claro que a los británicos les interesa el concepto de civilización, de sus límites poco definidos y de cómo el individuo se enfrenta a dichos límites. La isla del doctor Moreau es un libro que tengo pendiente hace mucho pues tengo entendido es bastante original e impresionante (y porque ya su autor me logró captar cuando leí La guerra de los mundos). Y aparte, este mismo año me he leído El corazón de las tinieblas, que en cierta manera conecta con el que nos ocupa. Mucho más ligera, la novela Dos años de vacaciones de Julio Verne recuerdo haberla leído de pequeño en una versión ilustrada y resumida. Y El señor de las moscas (65 años posterior) parece este mismo relato filtrado por alguna pesadilla siniestra.

El hilo central me ha cautivado, y siempre me ha interesado el carácter supuestamente auto-destructivo del ser humano en sociedad –a este respecto, recomiendo una película extraordinaria y olvidada cuyo título es RAPA NUI, igualmente situada en un entorno aislado y primitivo–. También digo que no la incluyo entre mis lecturas favoritas, pese a lo fascinante del tema y de la ejecución del mismo, por culpa de su estilo recargado y adornado. Tanta palabrería se me hacía cansina cuando no incomprensible, y más de una descripción o situación no las entendí directamente.

Los puntos en los que yo me centré al leer el texto fueron esencialmente tres: el liderazgo, el miedo y el tabú. Supongo que a otros lectores les llamarán más la atención otros temas también tocados en la novela, pero yo me he quedado con esos.

Establecidos los dos liderazgos, que más pronto que tarde se revelan antagónicos, con sus respectivas –y descompensadas– tribus, la de las normas (razón) y la de los cazadores (pasión), el combate moral que se libra evidencia que el autor conocía muy bien el alma humana. El personaje de Jack cuenta con la ventaja de la superioridad física y también económica (el ser poseedor y administrador de deliciosa carne de cerdo, eso lo convierte en rico). Su agresividad y voluntad de mandar a toda costa hacen el resto. Y cuando asume definitivamente el mando, acalladas las voces discordantes, se confirma que es un tirano, ya que tortura a quien no le obedece o quien considera ha mostrado un mínimo atisbo de rebeldía. Y encima lo hace a través de secuaces: es un déspota clásico.

Dos elementos importantes que son motivos de riña entre ambos jefes son dos reflejos de tímida y frágil civilización: fuego y caracola. Cuando ambos perecen, todo se viene abajo. La llama de la civilización siempre está en peligro de extinguirse en cualquier momento (en aquel lugar recóndito o en la vieja Europa, lo mismo da). Otros símbolos civilizadores algo menores son olvidados prácticamente desde que ponen el pie en esa isla maldita, como sus uniformes y su higiene personal.

Luego, el miedo irracional se apodera de todos, y pronto este miedo se convierte en elemento de poder para aquellos que se sienten con la astucia suficiente como para proyectarlo y modularlo hacia los demás. Y el ambiente para conseguir esto es el idóneo. Por ejemplo, Simon tiene visiones chungas con la cabeza del jabalí, pero en general el clima de la isla, con niños traumatizados que no paran de tener pesadillas y fantasías acerca de una ‘fiera’ que nadie ha visto (y que por consiguiente, es aterradora), es alucinatorio y enfermizo.

Y el elemento fundamental (para mí): el tabú. El pacto tácito sobre un hecho vergonzoso e incómodo* que les lleva a guardar silencio acerca de algo que tendrían que afrontar por su gravedad. Es una sociedad corrompida, ya no es inocente. Porque si alguien comete un crimen pierde su inocencia, pero si los demás conscientemente deciden ignorar o disculpar el crimen, se hacen cómplices, y todos participan en mayor o menor grado. Esto le ha ocurrido a la “tribu” española en su conjunto muchas veces, como el 11 de marzo de 2004, por poner sólo un caso.

* Este hecho son tres muertes trágicas, las cuales aumentan en grado de maldad y de estupidez chiflada conforme se van sucediendo: la del niño de la mancha en la cara, que “desaparece” después de que los mayores incendiaran accidentalmente parte de la isla; la de Simon, que muere a manos de una turba enloquecida y confusa; y la de Piggy, que es ya un acto premeditado y cruel, una demostración de poder en contra de la disidencia; y habría que incluir el asesinato frustrado en el último segundo de Ralph, cuando los isleños se han convertido todos en una única voluntad, manejada, en efecto, por el Señor de las Moscas.

Y en lo referente a las películas que se han hecho, comentar que en esta vida no hay nada más engañoso que el prestigio. Y lo digo porque el afamado Peter Brook encabezó su primera versión de cine (1963), la cual, no parece una película de verdad. Parece más bien el trabajo primerizo de algún prometedor director, hecha a lo experimental. Rodada además con un feote blanco y negro que hace que la filmación parezca quince años más antigua de lo que es, y con unos niños con los que no habían ensayado lo suficiente. Nunca la doblaron al español porque se dieron cuenta de que era un tostón.

La moderna (1990) es, en comparativa, mil veces superior (inexplicablemente, peor valorada), y me atrevería a calificarla como un pequeño clásico, y la plasmación definitiva de la novela en la pantalla. Si bien admito que es un largometraje desagradable de ver, al igual que el libro es desagradable de leer, y su tema central es desagradable de recordar. Hay sombras en nuestro corazón que, aunque es necesario asumir, siguen siendo ingratas, y siempre incomoda pensar en ellas.

Libros que leí: EL GUARDIÁN ENTRE EL CENTENO (J.D. Salinger, 1951, Estados Unidos).

No sé de estilos. ¿Es esto realismo? ¿Realismo melancólico? El viaje de un chaval recién expulsado de un colegio privado hacia paraderos desconocidos, mientras comparte sus amargas reflexiones resultantes de interactuar con toda suerte de “fauna urbana”. Es un libro muy bien escrito, no muy largo, y que por su forma y estructura se lee de una sentada. Y el sabor de boca que deja es ambiguo.

Se hace repetitivo con ciertos dejes, como de verdad, o siempre opinando lo de lo más deprimente que es todo, o expresiones recurrentes como lo sacan de quicio a uno, lo vuelven loco a uno, lo desesperan a uno, etc. Al final, el niñato de marras te acaba cayendo gordo por lo quejica, por lo errabundo y por lo contradictorio que es. Se supone que es un retrato muy incisivo sobre los problemas de la adolescencia, pero yo veo más bien a una persona con problemas psicológicos serios, además de claramente traumatizado, por un hermano muerto trágicamente y unos padres con los que no tiene confianza. Todo muy ‘American style’, supongo.

Pero no logro empatizar demasiado, pese a que la lectura es amena, entretenida y muy enganchante. Me alegro, sin embargo, de haberlo leído para entender mejor el porqué se convirtió en todo un fenómeno social, y también comprender el fetiche que muchos tarados y personajes con problemas emocionales graves hicieron de la novela y de su protagonista. Estos infelices compraron de forma instantánea la personalidad en cierta manera arrolladora de Holden Caulfield, ya que seguramente carecían de ninguna propia.

A mí, Holden me gustaría más si no fuera porque antes de leer el libro, me había hecho a la idea de que el personaje era de extracción social baja. Pero muy al contrario es un niño pijo, y además de los descontentos, o sea, la clase de persona con la que menos me puedo identificar del planeta. Casi todos los episodios consisten en qué decidirá esta vez Holden gastarse el mucho dinero (para un adolescente) que le han dejado sus padres, teniendo la libertad de alojarse en hoteles, irse de copas, moverse de aquí a allá en tren y en taxi… Es un mimado inconsciente, de los que no saben valorar su suerte (en eso sí refleja muy bien a los jóvenes).

Por otra parte, el relato de las desventuras de Holden Caulfield me parece la radiografía de un misántropo, y de un ermitaño en potencia, que de hecho es en lo que se acabó convirtiendo el propio autor, sin conceder entrevistas ni dejarse ver casi por nadie el resto de su vida. La película de 2017 REBEL IN THE RYE consigue recrear satisfactoriamente la vida del tal Salinger y sus dificultades para engendrar su gran obra maestra.

Libros que leí: LA REVOLUCIÓN ESPAÑOLA VISTA POR UNA REPUBLICANA (Clara Campoamor, 1937, Francia).

Al fondo, la Catedral de Jaén, edificio histórico y sagrado que el muy demócrata Frente Popular convirtió en una improvisada cárcel para derechistas

Otra ignominia más en lo que al estudio de la II República y la guerra subsiguiente se refiere. Y me refiero al manto de silencio que hay (que ha habido durante décadas) sobre libros esenciales como este. Clara Campoamor no hace como sus compañeros de la política: irse a un casino parisino y redactar una parlotada cursi y falsaria sobre lo trágica que ha sido nuestra lucha fratricida y blablablá.

La Campoamor no hace retórica pelmaza como Azaña y compañía. Ella escribió in situ un análisis certero y riguroso del cómo y del porqué de una situación tan lastimosa que la obligó a salir pitando de España, asustada (con toda la razón) ante los registros ilegales, saqueos y asesinatos que los milicianos de la “república” estaban llevando a cabo en Madrid con total impunidad.

(…)‘Quedarse ciego con tal de que otro se quede tuerto’. He aquí toda la política del Frente Popular en la lucha armada que, sin ningún éxito apreciable, prosigue sin interrupción desde hace meses.

Doña Clara describe al breve régimen republicano como un estado fallido, errático al principio, corrupto más tarde, y completamente deschavetado al final, presa de violencia y de extremismos totalitarios (los que ya asomaban la cabeza desde Europa). Atinada en señalar a los socialistas y a los separatistas como los culpables en última instancia de desplomar la legitimidad de los gobiernos republicanos, no se pierde en sentimentalismos ni en amarguras a la hora de relatar los vaivenes traumáticos de la república burguesa por la que tanto había combatido, y que hacía ya tiempo se había convertido en un intento mal llevado de república soviética, patrocinada por una potencia extranjera totalmente ajena a los conceptos de libertad e igualdad en los que ella creía.

Podemos afirmar que la República española, nacida el 12 de abril, cae hoy aniquilada por las fatales consecuencias de las divisiones de los republicanos y de la alianza de una parte de los republicanos con los socialistas.

Da en la diana por cierto cuando predice que cualquiera sea el bando ganador, instaurará una dictadura que someterá con crueldad a los del bando perdedor. ¡Y escribió esto antes de cumplirse un año desde el estallido de la guerra!

Llama la atención que no se nos pone pastelosa o quejica a pesar de que sufrió lo suyo escapando de Madrid y del país, aguantando amenazas, arrestos e incluso alguna chabacana conspiración para asesinarla, todo eso mientras cuidaba de su anciana madre de 80 años y de una sobrina de 14. Se deduce que el riesgo de la huida merecía la pena, siendo ella testigo directo de cómo los pistoleros anarquistas, comunistas y socialistas saciaban su sed de sangre todas las noches desde aquella del 12 de julio, en que la guardia personal del socialista Indalecio Prieto saca de madrugada al diputado José Calvo Sotelo de su casa y lo mata de un disparo en la cabeza en el mismo coche en que supuestamente lo iban a llevar a jefatura (¿os imagináis a guardaespaldas de Pedro Sánchez secuestrando a Feijóo o a Abascal y asesinándolos?).

He aquí cómo los republicanos de izquierda y los socialistas han conseguido transformar en beligerantes contra la República a fuerzas que siempre habían peleado por ella.

Es importante leer estos libros (pese a estar medio enterrados por la oficialidad), ya que si un buen día el presidente del gobierno sociata dice a viva voz que ‘Clara Campoamor tuvo que salir de Madrid huyendo del fascismo’, nosotros podemos al menos saber que está faltando a la verdad, e incluso decirle a su jeta de cemento: ‘no, oiga, salió huyendo de ustedes’. Y es importante que leyes dictatoriales como la de “memoria histórica” (cuyo nombre ya parece un sarcasmo) no salgan nunca más adelante, no vayan a prohibir los libros de Clara Campoamor, que de primera mano dibujan una II República sensiblemente distinta a la que los charlatanes pretenden obligar a creer a las nuevas generaciones.

Se llegó de este modo a constituir, más que un movimiento republicano, un movimiento contra la monarquía. (…) Se votaba contra la monarquía personal de Alfonso de Borbón y no por una revolución social que estremeció el país de arriba a abajo.

Doña Clara explica la vieja proclama de que ‘la República murió por falta de republicanos’.

Los ingenuos republicanos, demasiado ilusionados por la llegada de la República, no pensaron un instante en la organización que iban a dar al nuevo régimen. Tenían tan escasa fe en su éxito que se vieron sorprendidos por las pesadas tareas del gobierno cuando no tenían pergeñado ningún plan, ninguna idea de lo que debían o podían hacer.

Y ahonda todavía más:

Han demostrado desde 1931 una incapacidad política que ha desbordado todas las previsiones. Al final no vieron el abismo hacia el que empujaban al país decidiendo, a la ligera, sostener una lucha durante la cual tendrían que armar al pueblo.

Pase que hicieran todo lo humanamente posible por impedir que las mujeres votasen, vertiendo sobre la señora Campoamor toda especie de insultos y desprecios. Pase que ahora se apropien de ese triunfo que no sólo no les corresponde sino que además se desvivieron por evitar. Pero que reescriban la biografía de una mujer que lo único que hizo* fue tratar de sobrevivir a la terrible guerra que ellos mismos habían provocado encima, ya jode. YA BASTA, MIERDA.

* Bueno, eso y su ‘Pecado mortal’, osar contravenir los designios de la izquierda mafiosa y no parar hasta que el voto femenino no fuera una realidad.

Todos los republicanos, si hubiesen estado unidos, habrían indudablemente podido lleva a cabo una política liberal, burguesa, evolucionista, tan alejada de las ambiciones más desfasadas de la derecha como de las vanas aspiraciones del marxismo. Desgraciadamente las disputas internas y muy especialmente la envidia de los líderes, abortaron todo posible desarrollo, al acusarse mutuamente cada parte de extremismo de una u otra tendencia, y lo que es peor, de falta de escrúpulo en la administración. No se desdeñaba ningún arma, mientras pudiera herir.

En ese párrafo, en fin, manifiesta sutilmente que no era nada amiga del marxismo. Y el marxismo, el anarcosindicalismo y el separatismo defenestraron la república finalmente, así que es natural que no les profesara admiración alguna, ni a esos movimientos ni a sus mediocres líderes.

P.D.: el listillo progre (seguramente de derechas, de los “equidistantes”) que se marca un prólogo de cien páginas, se podría haber ahorrado su opinión sectaria y vulgar, tan propia de nuestros tiempos. El tipejo además se arroga sin ningún pudor el derecho a censurar a la autora cuando en algún punto de su obra, ella se atreve a alabar a los quintacolumnistas que se jugaban el pellejo en el Madrid del terror rojo, más concretamente cuando disfrazaban un vehículo para parecer de la Cruz Roja y, con él y desde él, acometían actos de sabotaje ametrallando a asesinos del Frente Popular. ¡Ole sus huevos de ellos, digo yo!

Libros que leí: EL NOMBRE DE LA ROSA (Umberto Eco, 1980, Italia)

Siendo casi el único best-seller que he tocado en mi vida, y habiéndolo leído cuando el paso del tiempo lo ha puesto en su sitio, debo decir que se trata de un libro que engancha y que es muy difícil de clasificar.

El trabajo de documentación de Umberto Eco es evidentemente muy riguroso, y su respeto (y posiblemente fascinación) por la religión queda plasmado en sus páginas. Hay finas exposiciones acerca de la contradicción del pensamiento religioso, o del comportamiento de los monjes, o de la validez de una institución religiosa que intervenga en los asuntos políticos. Pero se ve que este no es un autorzuelo de panfleto barato de El País. Y sorteando con habilidad las etiquetas de “buenos y malos”, expone con credibilidad diferentes corrientes de pensamiento, a veces chocantes entre sí, y conflictos en que los individuos tomaban partido según su conciencia y sus intereses, exactamente igual que en la actualidad.

La desesperada búsqueda de un libro que parece acarrear la muerte a quien se acerca demasiado a él (lo que en cine se llama un ‘mcguffin’) y ese mágico y aterrador lugar, el laberinto prohibido, hace que ese morbo innato que sentimos por lo esotérico y lo oculto se vea más picado aun cuando la historia transcurre en un lugar recóndito y enigmático de por sí: un monasterio en lo alto de una montaña en un lugar fronterizo y poco accesible.

Cierto que hay episodios que se alargan innecesariamente, cargados de descripciones “ultra-hiperbólicas”, como uno en que Adso describe un sueño grotesco por tres o cuatro insoportables páginas. También la desconcertante aparición del personaje de Bernardo Guy y su –en verdad poco relevante para con la historia– apresurada injerencia en el concilio de los franciscanos, más su empeño en llevarse consigo a algunos culpables de herejía con los que justificar su supuesto celo inquisidor.

Este último personaje es interesante pues es descrito como el clásico fariseo, tan antiguo como el propio ser humano, que mientras más alto vocifera y proclama su virtud, y más violentas y sonoras son sus muestras de fe ante todo el mundo, más obvio resulta que es un fantoche que probablemente ni crea en lo que está haciendo, pero ama disfrutar del supuesto prestigio que sus, a menudo deplorables, actos conllevan. Hoy en día este personaje no se valdría de la religión como excusa para quedar como un héroe, eso es más que evidente. Utilizaría las redes sociales para hablar de colectivos en peligro, de obras de caridad con los pobres, de ecologismo… de cualquier moda quedabien. Pero a todos los Bernardo Guy del mundo y de todos los siglos les une una cualidad: la de señalar con el dedo a otros que no son tan caritativos como ellos.

(…) Y este es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a convertirse en inquisidores para beneficio de sí mismos. Porque lo que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!

Pero como ya he dicho, aunque interesante, esta trama secundaria pasa de largo en lo que al descubrimiento de la biblioteca, del famoso libro y del asesino de frailes se refiere. ¿Un proyecto de otra novela que el autor quiso incrustar aquí, quizás? Ah, y la acusación a la muchacha es muy forzada, y creo que es el único aspecto poco creíble de la novela.

Lo que menos me agradó fue el final (sí, voy a hacer SPOILERS). El hecho de que sea la intervención de Guillermo la que precisamente propicia –aunque sin quererlo, naturalmente– el incendio de la biblioteca y de toda la abadía, parece un intento del autor por convertir su relato en una suerte de tragedia griega. Y se nota que esto fue a propósito ya que el libro misterioso y maldito que motiva las acciones de los principales personajes es de Aristóteles. El problema es que más que una clásica fábula en la que los personajes hallan su destino trágico después de pasarse toda la obra tratando de evitarlo, lo que le salió a Umberto Eco, para mí, fue un alegato nihilista mucho más desalentador (y de hecho, sumamente anti-climático para mi gusto) en que se sugiere que da exactamente igual lo que la gente haga, pues los resultados (que según parece también dan igual) serán desastrosos de una forma u otra. El modo en que el autor se deshace de Guillermo sin ninguna clase de gloria y casi sin dignidad, es incoherente con su tratamiento en el resto del libro, en el cual a propósito se cuelan profecías bíblicas que se van cumpliendo conforme avanza la trama… y que el autor al final parece querer transmitirnos que fueron producto de coincidencias.

Lo siento, pero o bien, como decimos los jóvenes, el escritor se dio un tiro en el pie; o bien nos tomó el pelo a todos; o bien el final de esta novela es malo, pura y llanamente. Me decanto por la última opción.

Y ahora analicemos sus dos pasos por la pantalla, el primero en la grande en 1986 –de enorme éxito–, y el último en la chica en 2019 –apenas advertida pese a su gran presupuesto–. Empecemos por la mucho más famosa versión cinematográfica dirigida por Jean-Jacques Annaud (muy conocido en aquella época por EN BUSCA DEL FUEGO y EL OSO) y con Sean Connery a la cabeza del reparto, en una coproducción franco-germano-italiana.

De hecho, la motivación que encontré para leer el libro fue que me puse a ver un poco sin ganas la película en Netflix, me parece recordar. Llevaba más de diez años sin verla, y en este nuevo visionado algo no me cuadraba del todo bien, alarmado especialmente por la edición rimbombante y por el aspecto desagradable y afeado (adrede) de casi todos los actores. Cuando un mes más tarde acabé la novela, entendí el verdadero talante de la cinta.

Para que nos entendamos, digamos que la novela tiene cien aspectos o cien puntos que la forman o definen. Pues bien, la película escoge… once o doce un poco al azar (bueno, al azar no, elige los más morbosos claramente) y sale lo que en literatura serían esos libros-resumen con ilustraciones para niños grandes y vagos.

Describe a Guillermo de Baskerville como un Sherlock Holmes de buena planta, infalible y a quien el espectador debe agarrarse pase lo que pase; como una especie de agnóstico desencantado con la religión y al que no le queda fe; y como una víctima heroica de las prácticas supuestamente inmorales de la Iglesia de su tiempo (en una escena que nada tiene que ver con el libro revela textualmente que ‘fue torturado’ y que ‘se retractó’… ¡como el mismísimo Galileo Galilei!). Al espectador medio esos datos perdidos e inconexos del imaginario popular le van sonando y cobran coherencia en su cabeza, y se compadece de Guillermo y se convierte a su causa… que como es una película francesa, pues no es ninguna causa: puro relativismo.

Así mismo, la propia abadía parece una aldeúcha sucia, miserable y hermética, muy alejada del lugar majestuoso, rico y lleno de vida que el escritor describió, con cientos de comerciantes y trabajadores pululando continuamente. Los infelices labriegos van a que les roben su mercancía (no a recibir por ella generosos pagos en oro como en el libro), y los frailes son unos supersticiosos primitivos medio subnormales.

En la novela el “pique” entre Guillermo y Bernardo es sutil, y queda bastante claro que se trata de una pugna igualada, donde Bernardo –por muy inquisidor que sea– no se atreve a violentar a Guillermo de forma explícita. Sin embargo en la película, es obvio que se trata de una relación de agresor-víctima para que este villano más propio de un cómic nos resulte aún más odioso. Pero vuelvo a spoilear: el malo aquí, el tipo al que Guillermo más detesta con diferencia es a Jorge de Burgos, cerebro de toda la intriga asesina y fanático que lleva haciéndole la vida imposible al protagonista toda la semana en que transcurre la acción.

Annaud convierte el debate ecuménico que tiene lugar en la abadía en una patochada entre viejos carcas que discuten tonterías, y lo hace de forma frívola y malintencionada. Un importante choque de doctrinas (muy bien plasmado en la novela) en torno al cual gira parte del argumento original, que en la película apenas queda en uno o dos minutos de abueletes debatiendo el sexo de los ángeles, todo aderezado con la corriente hipócrita y demagógica de los artistas contemporáneos sobre la falta de sensibilidad de la Iglesia hacia “el pueblo” sufridor y muerto de hambre*. Poco o nada de esto se ve en el texto, cuyos temas de discusión vuelan bastante más alto que las cuatro consignas anticlericales de siempre que sólo contentan a los cazurros urbanitas (también de siempre).

Lo mejor que se le puede atribuir es una ambientación conseguida, una buena dirección artística y un buen doblaje (aquí en España al menos). ¿El resto? Los actores son un desfile freakshow incomprensible y de mal gusto, incluyendo a un neandertal, y a una especia de chica salvaje de los bosques que no sabe hablar y que se limita a proferir unos grititos exasperantes, en particular en la interminable escena de sexo con Adso; éste por su parte tiene siempre la misma cara de alucinado (todos los minutos que aparece).

El montaje es calamitoso, y algunos personajes parecen sacados de una peli de Marvel, como el blancuzco Berengario (el cual por cierto tampoco habla más que a gemidos) y el aterrador Ubertino, quien está interpretado por el pésimo pésimo actor William Hickey, que si hizo películas importantes fue por “gozar” de un físico extrañísimo, acorde con el circo de fenómenos que el director se empeñó en organizar en esta filmación, Dios sepa por qué.

Un final casi más de peli de Leslie Nielsen, brujas a las hogueras, inquisición, ¡blasfemia! La Iglesia es mu mala y los franceses mu buenos… Y fin.

(Fue un taquillazo, no olvidemos)

*Tiene gracia porque que yo sepa todas las personas que se van a vivir a países tercermundistas dejándolo todo para ayudar a los pobres son religiosas en el 99% de los casos. A pocos progres “anti-curas” he visto yo repartiendo sus ganancias.

En cuanto a la mini-serie de televisión, decir que en general es más fiel al texto y también a la esencia (no mete idioteces anti-católicas), y la producción raya a gran nivel. Algunos actores la pifian, con el caso más notorio de Rupert Everett haciendo el ridículo como Bernardo Guy. En el 86 también optaron por un malote de peli de espada y brujería al uso, sólo que F. Murray Abraham es F. Murray Abraham, y Rupert Everett es… en fin.

Lo que no he comprendido es por qué eliminaron al personaje de Ubertino para de algún modo “fusionarlo” con el del anciano Alinardo, teniendo como tenían muchos más minutos para incluirlo también. Resulta curioso que en el largometraje justamente realizaron la operación inversa: eliminaron al personaje de Alinardo para darle sus frases a Ubertino. Cabe pensar que fue por concederle tanto metraje a esas subtramas de los dulcinistas, y meter a ese personaje absurdo de –como yo la llamo– la Robin Hood, supongo que por inclusismo, no sé, o puede que por simple estupidez.

No es que eso afecte mucho al final, pero distrae (es con mucho, la parte más aburrida) de lo importante, y en este caso sí que se otorga al cónclave entre los papistas y los franciscanos la dignidad que la novela plasma. Unido a que aquí sí se entiende mejor el pretexto de Bernardo de detener e interrogar a Salvatore y a Remigio (y de paso a una supuesta bruja), con el fin de enrarecer el debate y volcarlo de su lado con malas artes, pues tenemos un EL NOMBRE DE LA ROSA más interesante… ¡porque el libro lo es, y mientras más se acerque al libro, mejor! ¡¿Qué tendrá esta obviedad que tan pocos guionistas entienden?!

PD.: El videojuego de autoría española de 1987 fue sin duda un puntazo inesperado, aunque se trate de un título que haya envejecido un poco mal.

Libros que leí: LA VIDA PRIVADA DEL PRESIDENTE MAO (Li Zhisui, 1994, Estados Unidos)

Por 12 euros. Por 12 miserables euros ha llegado a mis manos esta fuente colosal de conocimiento histórico y de entendimiento humano. Le doy gracias a Dios que me diera la facultad de distinguir entre el precio y el valor de las cosas, ya que este libro tiene un valor incalculable. Su sola existencia ya es un milagro, y la gratitud que siento hacia la figura del doctor Li Zhisui es infinita. Él lo sacrificó todo para que ahora nosotros podamos saber… aunque la inmensa mayoría de la gente no tenga ni el menor interés.

En efecto, este volumen tuve que adquirirlo mediante compra de segunda mano. Está descatalogado, y no es ninguna casualidad. Esta obra maestra que debería ser requisito obligado para entrar en la universidad, no se puede comprar libremente. En China está prohibido. Y solamente por eso, China es un país indigno que espero no pisar jamás.

Abiertamente, nadie en occidente se ha atrevido a criticarlo de manera directa, ya que los datos que aporta el autor son irrefutables, y su veracidad incuestionable. Pero no cantéis victoria porque vivimos en la socialdemocracia, es decir, en la versión sucedánea “light” del comunismo. Vivimos sometidos pero con algo de libertad; somos esclavos del estado pero se nos permite quejarnos (de momento). Y a los defensores de esta aberración corrupta y decadente, los esclavos felices, les estorban esta clase de libros. Les incomoda para su relato burgués e ignorante de que los comunistas son buenos, quieren la paz y la igualdad, y en los países socialistas el “pueblo” vive muy bien.

Yo ya he dicho muchas veces que agarraba a todos los que disculpan a los sátrapas marxistas y ponen en entredicho a sus críticos, los metía en un barco, los mandaba con un billete sólo de ida a Cuba, a China o a Corea del Norte, y hala, a buscarse la vida allí y a vivir bien con el pueblo (a propósito que ninguno de ellos lo hace por propia iniciativa, qué mala pata).

Dejando a un lado las reacciones que puede suscitar un libraco como este –que son muy esclarecedoras del talante del personal–, su lectura es absolutamente adictiva. Uno no puede parar de leer sus 800 páginas, sabedor de que toda la información que recoge es sabiduría en vena, puro conocimiento. Y eso pese a que lo que lee es terrible, descorazonador y tristísimo. Pero algunos no podemos mirar para otro lado sin más. Tenemos que saber. Y el doctor Li nos enseñó la verdad, y nosotros debemos honrarle, como mínimo, leyendo su obra imprescindible.

¿Por qué en 1971 Estados Unidos y demás dueños del mundo le dieron la espalda a Taiwán, y aceptaron a la más monstruosa dictadura que jamás ha existido en las Naciones Unidas? ¿Por qué este libro no se enseña en las escuelas y en las facultades? ¿Por qué no se ha realizado una película sobre estos hechos? ¿Por qué en los 70 en todo occidente los niñatos se pusieron a leer El Libro Rojo de Mao Tse-Tung? ¿Por qué querían que en España, en Italia, en Portugal, en Alemania y en mil sitios más viviéramos bajo un régimen carcelario y abominable como el chino?

Yo no tengo respuestas, tan sólo deseos. Como que Nixon goce de su estancia en el infierno. Y que esté a gusto allí con su colega Mao. Mao el guarro, Mao el salido, Mao el paranoico, Mao el liante, Mao el cínico, Mao el tramposo, Mao el hipócrita.

Porque más que un genocida, él a nivel personal era todo eso: un tipejo asqueroso de costumbres asquerosas, al que le encantaba vivir bien y con lujos que se aseguraba nadie más pudiese disfrutar. Como por ejemplo tren privado (que colapsaba las líneas ferroviarias del populacho cuando él pasaba), o cama gigante para llevarse allí a sus campesinas de 20 años (él con 70), o médico y enfermeras privadas, o banquetes diarios (en medio de la peor hambruna de toda la historia humana), o fiestas nocturnas constantes, o un cine para él solito…

Además, como buen rojo de manual, nunca dio un tiro ni mandó ejecutar directamente pues encima era un cobarde, al que le daban teleles cada vez que la situación política se ponía un poco tensa, y se escondía en su dormitorio (la habitación en la que más tiempo pasó en su vida, con diferencia) o se iba de viaje. Vamos, que no tenía ni media hostia el personaje. Sin mencionar su otra gran cualidad izquierdosa, no dar un palo al agua pero hacer como que sí: «En los 22 años que estuve a su servicio, sólo en aquella ocasión le vi empleándose en un trabajo físico; además, no estuvo ni una hora empuñando una pala», nos relata Li Zhisui.

Su gran astucia (prácticamente su única virtud) le permitió erigirse como faraón sobre cientos de millones de sirvientes conformes y devotos. El chino parece ser un pueblo con clara predisposición a la esclavitud (el español no le va a la zaga, conste), y abrazaron a su nuevo emperador con entusiasmo religioso. Y para muestra, el capítulo en que se nos cuenta cómo Mao regaló a no sé qué operarios de una factoría unas piezas de fruta con un sentido simbólico. Atentos: «Los obreros de la fábrica prepararon una gran ceremonia repleta de citas de Mao para dar la bienvenida al mango, y luego recubrieron la fruta de cera con la esperanza de preservarla para la posteridad. Así, los mangos se convirtieron en reliquias dignas de veneración. La fruta cubierta de cera se colocó en un altar del auditorio de la fábrica y los obreros hacían cola para pasar por delante de la fruta e inclinarse solemnemente ante ella (…). Después de aquello, el comité revolucionario mandó realizar una copia de cera del mango original. La copia se colocó en el altar donde había estado el mango verdadero y los trabajadores siguieron desfilando ante él con la misma veneración hacia el objeto sagrado».

No he podido resistir la tentación de subrayar pasajes concretos, párrafos que he constatado son perfectamente aplicables a situaciones que nos ha tocado vivir a nosotros también: «Hoy día, el Partido Comunista sigue exigiendo este tipo de ataques contra personas inocentes; obliga a la gente a defender públicamente unas políticas con las que no están de acuerdo. La supervivencia en China depende, entonces y ahora, de traicionar constantemente la propia conciencia». Así funcionan las tiranías. Y el siglo que se nos viene es el de la vuelta del totalitarismo más inhumano.

El libro por cierto empieza muy sagazmente con la muerte de Mao, que para entonces y desde hacía años se había convertido en un escombro humano, afectado por un montón de dolencias derivadas de sus hábitos insalubres, de su ausencia total de higiene, de su vida sexual descontrolada y de su adicción a los somníferos. Faltaría más, obsesionado con no morir nunca y arañando minutos de vida hasta el mismísimo final (conocedor del lugar al que iría en breve): «Llamamos a todo el personal médico que estaba de servicio y nos organizamos por turnos. Un total de veinticuatro enfermeras le atendían las 24 horas del día, con ocho enfermeras en tres turnos de 8 horas. Los médicos también se dividieron en tres turnos, cinco por cada turno, incluyendo al que debía vigilar el electrocardiógrafo». Aunque si bien el doctor Li es elegante a la hora de no plasmar demasiado explícitamente las anécdotas escatológicas relacionadas con la vida cotidiana del cerdito Mao, su editor no lo es tanto en las notas finales: «Los hábitos intestinales de Mao aparecen relatados por otros que estuvieron junto a él. Se dice que en Jinggangshan, la mujer de Mao, He Zizhen, se servía de los dedos para limpiar las deposiciones de Mao y que luego aprendió a ponerle lavativas. Durante la guerra civil contra los nacionalistas, Mao se negó a usar las letrinas y sus guardaespaldas tenían que acompañarle al campo abierto, cavar un agujero en el suelo para sus deposiciones y luego tapar el agujero. Se dice que durante La Larga Marcha, las deposiciones eran una fuente de inspiración para sus soldados».

Como todos los déspotas, colocando a la bruja e inepta de su esposa en puestos de poder, y obligando a todos a que la toleren. Capaz de pasar semanas enteras sin salir de la cama, meses sin vestirse (recibía las visitas de estado en bata) y años sin bañarse. De hecho, nunca se cepilló los dientes, que al morir tenía ya completamente negros. Degenerado y decadente, pasó de acostarse con una jovencita cada noche, a hacerlo con cuatro y cinco por vez. Las cuales, dicho sea de paso, en lugar de sentir repugnancia de ellas mismas por complacer sexualmente a un viejo verde que debía oler a tigre, muy al contrario presumían al volver a sus aldeas de haber pasado la noche con el ‘líder’ de la nación: «Lo que menos le importaba a Mao era que la hermana de aquella joven estuviese casada, pero el marido no daba muestras de estar molesto con los cuernos. Es más, le dijo que para él constituía un honor ceder su mujer al presidente, además de servirle de ayuda para ascender en el ejército. Al terminar la cena, Mao envió al marido a su casa y pasó los tres días siguientes en compañía de la joven y de su hermana, interrumpiendo sólo sus actividades el tiempo imprescindible para reunirse con el alcalde de Shanghai».

Algunas incluso –las más ambiciosillas– pugnaban por los favores del amo («Cuando llegó a Wuhan, Mao ya estaba rodeado de muchas mujeres que se peleaban constantemente para ganarse su favor»). Y esas mismas luchas sucedían sin excepción con todos los altos funcionarios del partido, que por cierto eran muchísimos y encriptados sus cargos en copiosos y enrevesados nombres que siempre llevaban las palabras ‘secretario’, ‘comité’ y ‘departamento’, en cientos de combinaciones insoportables. Todos y cada uno de los colaboradores de Mao se sometieron antes o después a una acusación por parte de éste, y de este modo los demás se lanzaban a por el “traidor” como buitres por carne muerta, pero Mao siempre tenía cuidado de no cargar contra todos al mismo tiempo. Siempre los mantenía ocupados apuñalándose entre sí, para ser siempre él el árbitro. Ninguno de ellos me ha suscitado lástima alguna, a pesar de lo descriptivo que es el doctor Li sobre cómo acabaron muchísimos de ellos: destruidos en campos de trabajo, muertos de enfermedad y asco, suicidados, etc. ¡Eso os pasa por pactar con el Diablo, malandrines!

PD.: los que sobrevivieron a las implacables purgas de Mao, esto es, los más duros y cabrones de todos, fueron los que heredaron el liderazgo, como Deng Xiaoping.

Con este libro he terminado de confirmar (tras años de sospechas) que a los que manejan el cotarro les importa un comino el gobierno y la gente. Mao no sintió en ningún momento la más mínima empatía por ninguno de sus súbditos o de sus esbirros (en esto no se diferencia de los presidentes de los países hoy en día). Él estaba de jarana y de follisqueo mientras en el campo perecían por millones, y esto ni le conmovía ni le molestaba. Sólo le fastidiaba cuando algún osado mensajero le anunciaba las horribles noticias, el cual no solía acabar muy bien, y era sustituido por otro que no le perturbase sus juergas y deleites con minucias sin importancia.

Eso sin contar con su celebérrima Revolución Cultural, montada exclusivamente para mantener a raya a sus enemigos internos, pero de alcance masivo y nacional para justificar así el ataque a éstos («Mao no podía purgar a los dirigentes simplemente porque no le gustaban; no tenía poderes para ello. Al igual que todos los dirigentes chinos, necesitaba la ayuda de la moral marxista para justificar sus actos. Si se basaba en la moral marxista, podía movilizar a las masas contra los dirigentes que quería purgar»). Millones de muertos y destrucción incontrolada del patrimonio de una de las civilizaciones más antiguas del mundo, sólo porque a Mao le daba miedo que cuatro o cinco miembros de su partido se le estaban acercando demasiado al trono.

De no creerlo. Pero sucedió, y sigue sucediendo. Y ahí os va otra muy actual: «Hablaba en voz baja. Con la llegada de la revolución cultural todos teníamos que hablar en voz baja aunque estuviéramos en nuestra propia casa».

Las palabras finales de Li Zhisui me emocionaron y me entristecieron, pero resumen a la perfección el estado espiritual tanto del autor como del lector al acabar este libro esencial para comprender el siglo XX y el mundo presente: «He pagado este libro con la vida. Mi sueño de convertirme en neurocirujano nunca se hizo realidad y mis esperanzas para una nueva China también se desvanecieron. Mi familia fue destruida y ahora Lillian está muerta (…). Dediqué toda mi vida profesional a Mao y a China, y ahora me he quedado sin patria y sin casa, y no soy bien recibido en mi propio país. Lleno de dolor, dedico este libro a mi esposa Lilliam y a todos los que aman la libertad. Quiero que sirva para que nunca se olviden las terribles consecuencias que causó la dictadura de Mao y para recordar cuántas personas buenas y de gran valía tuvieron que vivir bajo este régimen obligados a traicionar sus propias conciencias y a sacrificar sus ideales sólo para poder sobrevivir.»

Es el demoledor epitafio de alguien que vio lleno de esperanza cómo tras décadas de guerras civiles, invasiones desastrosas y horribles catástrofes humanitarias, un hombre y un partido prometieron crear un país unido, próspero y justo, y que fue testigo presencial de cómo esta promesa fue humillada por un sistema tiránico y atroz.