
Para mí ha sido excitante ponerme al fin con una obra de un autor sobre el que tenía muchos prejuicios desde adolescente. A decir verdad, ya intuí que podía resultar más interesante de lo que creía cuando una noche, hace a lo mejor diez años, me quedé a dormir en el apartamento de Marta y, no pudiendo encender la tele para no molestarla mientras ella dormía en su habitación, encontré ‘Misery’ en una estantería del salón, y leí algunos capítulos.
Siendo además el génesis de docenas de largometrajes muy famosos, con algunos ejemplos de auténticas obras maestras, como CARRIE, EL RESPLANDOR y CADENA PERPETUA, yo no tenía derecho a no terminar leyendo ciertas novelas suyas, y supongo que ‘Misery’ es un buen comienzo.
En resumidas cuentas, se trata de un libro adictivo, curioso, de estilo sencillo y directo, algo vulgar, algo sensacionalista y muy centrado en la descripción de los personajes, más que de los lugares o los objetos. En este último aspecto, recuerda un poco a los guiones de películas, si bien gran parte de la novela está dedicada a los pensamientos, recuerdos y sentimientos del desventurado protagonista, el escritor Paul Sheldon.
Exacto, escritor. Me he dado cuenta de que hay muchos escritores en la prosa de Stephen King, y de que es bastante obvio que es él mismo imaginándose en situaciones de lo más truculento. Y es que, independientemente de si te gusta su forma de escribir o no, una cosa sí sabe hacer bien el de Maine, y es que un buen relato de ficción, sobre todo si trata de suscitar el morbo en el público, ha de llevar las cosas al extremo, provocando que los personajes y sus circunstancias vayan cada vez a peor, y a peor, y a peor…
Lo que viene siendo tensar al máximo, para finalmente liberar esa tensión, en el caso de Stephen King, con altas dosis de violencia casi siempre. Y se ve que aprendió a hacer esto desde el principio, porque su primera novela publicada, ‘Carrie’, ya sabemos todos cómo acaba.
Los únicos peros que le pongo a esta entretenida (y recomendable) lectura se encuentran en las trampas en las que el mismo autor a veces cae, y se enfanga en ellas, alargando el relato innecesariamente y haciéndolo previsible. Digamos que recurre a lo que en el cine de terror se llaman popularmente “jumpscares” (sobresaltos), y otros truquejos facilones que le restan seriedad a su escritura. Tendría que leer más libros suyos, en particular los más recientes para comprobar si se ha quitado ese vicio, o si lo ha empeorado, ya lo sabremos.
Lo más destacable para mí ha sido su forma de plasmar a sus fans. Annie Wilkes no es como en la extraordinaria peli de 1990, sino que es poco menos que un engendro lovecraftiano. Es un mostrenco de fuerza sobrehumana, aspecto aterrador, higiene discutible y, por supuesto, mente perturbada y sádica, que por añadidura cuenta con otros atributos como el egoísmo, el rencor, la astucia y la capacidad y la voluntad de manipular y mentir al que se le ponga delante. Más que una psicópata –que al usar el término “médico”, ya parece que se la disculpa por estar enferma– lo que es es gentuza. Es una mierdosa vil y miserable que, aislada de la sociedad no por propia voluntad (como dice ella y como dicen todos los aislados de la sociedad), sino porque absolutamente ningún ser humano podría aguantarla, al sufrir Paul su accidente en la carretera, ella ve un caramelo reluciente al que no renunciará jamás de los jamases.
No tiene sentido de la ética salvo el que aprendió de sus semejantes por mimetismo más que por otra cosa. Es una lerda intelectual, aunque avispada y astuta; o como en Andalucía decimos, que es tonta pero no está tonta. Estéticamente es una nulidad y una hortera, y como todos los mierdas egoístas que nos topamos a lo largo de la vida, se cree con pleno derecho a hacer las cosas que hace, dañen o no al prójimo. Para mí, después de leer con rapidez el libro (más rápido que otros libros, quiero decir, por su estilo ligero), Annie Wilkes es ante todo una cínica de mil demonios. Y me gusta que Stephen King haya tratado con la gente suficiente como para darse cuenta de que estamos rodeados de ellos.
Por otra parte, me sorprendió comprobar que no es uno de esos narradores cutres que venden millones de ejemplares contando patochadas de mil páginas. En realidad, hay algo de profundidad y de compasiva humanidad en sus relatos. A veces, eso sí, abusa de las comparaciones, del tipo ‘vi un pájaro cuyas plumas se balanceaban como un niño en su columpio’ y de ese rollo, continuamente, y a mí al menos se me hicieron un poco cansinas. Más que nada porque no me hace falta tanta ayuda para imaginarme algo que estoy leyendo.
En lo referente a su versión cinematográfica, sólo decir que me alegro muchísimo de que decidieran hacerla sutil, elegante y para el gran público. Porque al margen de sus virtudes innegables, el libro de ‘Misery’ es de todo menos sutil, elegante y para el gran público.
Y a continuación, algunas citas que me pareció interesante subrayar:
Comprender a un psicótico es fácil cuando se le sigue la corriente.
Era la perfecta espectadora, una mujer que adoraba las historias sin que le importara el mecanismo de su construcción. Era la encarnación de aquel arquetipo victoriano: el Lector Constante (…). Annie habría visto los quince episodios en una noche aunque le doliesen los ojos y acabase con dolor de cabeza. Comentar con respecto a este pasaje, que he conocido a unas cuantas brujas cuya única pasión en la vida parecía que era verse tal serie de moda de Netflix o de Amazon, devorando sus catorce temporadas en tres noches.
Los depresivos se suicidan. Los psicóticos, mecidos en la cuna venenosa de su propio ego, quieren hacer el favor a todos los que les rodean de llevárselos con ellos.
Es bueno tener un poco de talento si quieres ser escritor, pero el único requisito auténtico es la habilidad para recordar la historia de cada cicatriz… El arte consiste en la persistencia de la memoria. Supongo que por esto la mayoría de la gente no es artista. Porque la gente en general, tiene la memoria cortísima. Resetean todos sus recuerdos cada seis meses, aproximadamente.
He tratado con la prensa. Quieren las dos cosas de siempre, que usted la cague mientras están rodando y que alguien pague los Martinis cuando llega la hora de las copas.
Esperar era correcto y luchar noble, pero al final sólo contaría el destino.