
Siendo casi el único best-seller que he tocado en mi vida, y habiéndolo leído cuando el paso del tiempo lo ha puesto en su sitio, debo decir que se trata de un libro que engancha y que es muy difícil de clasificar.
El trabajo de documentación de Umberto Eco es evidentemente muy riguroso, y su respeto (y posiblemente fascinación) por la religión queda plasmado en sus páginas. Hay finas exposiciones acerca de la contradicción del pensamiento religioso, o del comportamiento de los monjes, o de la validez de una institución religiosa que intervenga en los asuntos políticos. Pero se ve que este no es un autorzuelo de panfleto barato de El País. Y sorteando con habilidad las etiquetas de “buenos y malos”, expone con credibilidad diferentes corrientes de pensamiento, a veces chocantes entre sí, y conflictos en que los individuos tomaban partido según su conciencia y sus intereses, exactamente igual que en la actualidad.
La desesperada búsqueda de un libro que parece acarrear la muerte a quien se acerca demasiado a él (lo que en cine se llama un ‘mcguffin’) y ese mágico y aterrador lugar, el laberinto prohibido, hace que ese morbo innato que sentimos por lo esotérico y lo oculto se vea más picado aun cuando la historia transcurre en un lugar recóndito y enigmático de por sí: un monasterio en lo alto de una montaña en un lugar fronterizo y poco accesible.
Cierto que hay episodios que se alargan innecesariamente, cargados de descripciones “ultra-hiperbólicas”, como uno en que Adso describe un sueño grotesco por tres o cuatro insoportables páginas. También la desconcertante aparición del personaje de Bernardo Guy y su –en verdad poco relevante para con la historia– apresurada injerencia en el concilio de los franciscanos, más su empeño en llevarse consigo a algunos culpables de herejía con los que justificar su supuesto celo inquisidor.
Este último personaje es interesante pues es descrito como el clásico fariseo, tan antiguo como el propio ser humano, que mientras más alto vocifera y proclama su virtud, y más violentas y sonoras son sus muestras de fe ante todo el mundo, más obvio resulta que es un fantoche que probablemente ni crea en lo que está haciendo, pero ama disfrutar del supuesto prestigio que sus, a menudo deplorables, actos conllevan. Hoy en día este personaje no se valdría de la religión como excusa para quedar como un héroe, eso es más que evidente. Utilizaría las redes sociales para hablar de colectivos en peligro, de obras de caridad con los pobres, de ecologismo… de cualquier moda quedabien. Pero a todos los Bernardo Guy del mundo y de todos los siglos les une una cualidad: la de señalar con el dedo a otros que no son tan caritativos como ellos.
(…) Y este es el daño que hace la herejía al pueblo cristiano: enturbiar las ideas e impulsar a todos a convertirse en inquisidores para beneficio de sí mismos. Porque lo que vi más tarde en la abadía (como diré en su momento) me ha llevado a pensar que a menudo son los propios inquisidores los que crean a los herejes. Y no sólo en el sentido de que los imaginan donde no existen, sino que al hacerlo impulsan a muchos a mezclarse en ella, por odio hacia quienes la fustigan. En verdad, un círculo imaginado por el demonio, ¡que Dios nos proteja!
Pero como ya he dicho, aunque interesante, esta trama secundaria pasa de largo en lo que al descubrimiento de la biblioteca, del famoso libro y del asesino de frailes se refiere. ¿Un proyecto de otra novela que el autor quiso incrustar aquí, quizás? Ah, y la acusación a la muchacha es muy forzada, y creo que es el único aspecto poco creíble de la novela.
Lo que menos me agradó fue el final (sí, voy a hacer SPOILERS). El hecho de que sea la intervención de Guillermo la que precisamente propicia –aunque sin quererlo, naturalmente– el incendio de la biblioteca y de toda la abadía, parece un intento del autor por convertir su relato en una suerte de tragedia griega. Y se nota que esto fue a propósito ya que el libro misterioso y maldito que motiva las acciones de los principales personajes es de Aristóteles. El problema es que más que una clásica fábula en la que los personajes hallan su destino trágico después de pasarse toda la obra tratando de evitarlo, lo que le salió a Umberto Eco, para mí, fue un alegato nihilista mucho más desalentador (y de hecho, sumamente anti-climático para mi gusto) en que se sugiere que da exactamente igual lo que la gente haga, pues los resultados (que según parece también dan igual) serán desastrosos de una forma u otra. El modo en que el autor se deshace de Guillermo sin ninguna clase de gloria y casi sin dignidad, es incoherente con su tratamiento en el resto del libro, en el cual a propósito se cuelan profecías bíblicas que se van cumpliendo conforme avanza la trama… y que el autor al final parece querer transmitirnos que fueron producto de coincidencias.
Lo siento, pero o bien, como decimos los jóvenes, el escritor se dio un tiro en el pie; o bien nos tomó el pelo a todos; o bien el final de esta novela es malo, pura y llanamente. Me decanto por la última opción.
Y ahora analicemos sus dos pasos por la pantalla, el primero en la grande en 1986 –de enorme éxito–, y el último en la chica en 2019 –apenas advertida pese a su gran presupuesto–. Empecemos por la mucho más famosa versión cinematográfica dirigida por Jean-Jacques Annaud (muy conocido en aquella época por EN BUSCA DEL FUEGO y EL OSO) y con Sean Connery a la cabeza del reparto, en una coproducción franco-germano-italiana.
De hecho, la motivación que encontré para leer el libro fue que me puse a ver un poco sin ganas la película en Netflix, me parece recordar. Llevaba más de diez años sin verla, y en este nuevo visionado algo no me cuadraba del todo bien, alarmado especialmente por la edición rimbombante y por el aspecto desagradable y afeado (adrede) de casi todos los actores. Cuando un mes más tarde acabé la novela, entendí el verdadero talante de la cinta.
Para que nos entendamos, digamos que la novela tiene cien aspectos o cien puntos que la forman o definen. Pues bien, la película escoge… once o doce un poco al azar (bueno, al azar no, elige los más morbosos claramente) y sale lo que en literatura serían esos libros-resumen con ilustraciones para niños grandes y vagos.
Describe a Guillermo de Baskerville como un Sherlock Holmes de buena planta, infalible y a quien el espectador debe agarrarse pase lo que pase; como una especie de agnóstico desencantado con la religión y al que no le queda fe; y como una víctima heroica de las prácticas supuestamente inmorales de la Iglesia de su tiempo (en una escena que nada tiene que ver con el libro revela textualmente que ‘fue torturado’ y que ‘se retractó’… ¡como el mismísimo Galileo Galilei!). Al espectador medio esos datos perdidos e inconexos del imaginario popular le van sonando y cobran coherencia en su cabeza, y se compadece de Guillermo y se convierte a su causa… que como es una película francesa, pues no es ninguna causa: puro relativismo.
Así mismo, la propia abadía parece una aldeúcha sucia, miserable y hermética, muy alejada del lugar majestuoso, rico y lleno de vida que el escritor describió, con cientos de comerciantes y trabajadores pululando continuamente. Los infelices labriegos van a que les roben su mercancía (no a recibir por ella generosos pagos en oro como en el libro), y los frailes son unos supersticiosos primitivos medio subnormales.
En la novela el “pique” entre Guillermo y Bernardo es sutil, y queda bastante claro que se trata de una pugna igualada, donde Bernardo –por muy inquisidor que sea– no se atreve a violentar a Guillermo de forma explícita. Sin embargo en la película, es obvio que se trata de una relación de agresor-víctima para que este villano más propio de un cómic nos resulte aún más odioso. Pero vuelvo a spoilear: el malo aquí, el tipo al que Guillermo más detesta con diferencia es a Jorge de Burgos, cerebro de toda la intriga asesina y fanático que lleva haciéndole la vida imposible al protagonista toda la semana en que transcurre la acción.
Annaud convierte el debate ecuménico que tiene lugar en la abadía en una patochada entre viejos carcas que discuten tonterías, y lo hace de forma frívola y malintencionada. Un importante choque de doctrinas (muy bien plasmado en la novela) en torno al cual gira parte del argumento original, que en la película apenas queda en uno o dos minutos de abueletes debatiendo el sexo de los ángeles, todo aderezado con la corriente hipócrita y demagógica de los artistas contemporáneos sobre la falta de sensibilidad de la Iglesia hacia “el pueblo” sufridor y muerto de hambre*. Poco o nada de esto se ve en el texto, cuyos temas de discusión vuelan bastante más alto que las cuatro consignas anticlericales de siempre que sólo contentan a los cazurros urbanitas (también de siempre).
Lo mejor que se le puede atribuir es una ambientación conseguida, una buena dirección artística y un buen doblaje (aquí en España al menos). ¿El resto? Los actores son un desfile freakshow incomprensible y de mal gusto, incluyendo a un neandertal, y a una especia de chica salvaje de los bosques que no sabe hablar y que se limita a proferir unos grititos exasperantes, en particular en la interminable escena de sexo con Adso; éste por su parte tiene siempre la misma cara de alucinado (todos los minutos que aparece).
El montaje es calamitoso, y algunos personajes parecen sacados de una peli de Marvel, como el blancuzco Berengario (el cual por cierto tampoco habla más que a gemidos) y el aterrador Ubertino, quien está interpretado por el pésimo pésimo actor William Hickey, que si hizo películas importantes fue por “gozar” de un físico extrañísimo, acorde con el circo de fenómenos que el director se empeñó en organizar en esta filmación, Dios sepa por qué.
Un final casi más de peli de Leslie Nielsen, brujas a las hogueras, inquisición, ¡blasfemia! La Iglesia es mu mala y los franceses mu buenos… Y fin.
(Fue un taquillazo, no olvidemos)
*Tiene gracia porque que yo sepa todas las personas que se van a vivir a países tercermundistas dejándolo todo para ayudar a los pobres son religiosas en el 99% de los casos. A pocos progres “anti-curas” he visto yo repartiendo sus ganancias.
En cuanto a la mini-serie de televisión, decir que en general es más fiel al texto y también a la esencia (no mete idioteces anti-católicas), y la producción raya a gran nivel. Algunos actores la pifian, con el caso más notorio de Rupert Everett haciendo el ridículo como Bernardo Guy. En el 86 también optaron por un malote de peli de espada y brujería al uso, sólo que F. Murray Abraham es F. Murray Abraham, y Rupert Everett es… en fin.
Lo que no he comprendido es por qué eliminaron al personaje de Ubertino para de algún modo “fusionarlo” con el del anciano Alinardo, teniendo como tenían muchos más minutos para incluirlo también. Resulta curioso que en el largometraje justamente realizaron la operación inversa: eliminaron al personaje de Alinardo para darle sus frases a Ubertino. Cabe pensar que fue por concederle tanto metraje a esas subtramas de los dulcinistas, y meter a ese personaje absurdo de –como yo la llamo– la Robin Hood, supongo que por inclusismo, no sé, o puede que por simple estupidez.
No es que eso afecte mucho al final, pero distrae (es con mucho, la parte más aburrida) de lo importante, y en este caso sí que se otorga al cónclave entre los papistas y los franciscanos la dignidad que la novela plasma. Unido a que aquí sí se entiende mejor el pretexto de Bernardo de detener e interrogar a Salvatore y a Remigio (y de paso a una supuesta bruja), con el fin de enrarecer el debate y volcarlo de su lado con malas artes, pues tenemos un EL NOMBRE DE LA ROSA más interesante… ¡porque el libro lo es, y mientras más se acerque al libro, mejor! ¡¿Qué tendrá esta obviedad que tan pocos guionistas entienden?!
PD.: El videojuego de autoría española de 1987 fue sin duda un puntazo inesperado, aunque se trate de un título que haya envejecido un poco mal.