
Voy a empezar mi disertación acerca de San Agustín yéndome al campo que más controlo, el del cine. En cierto capítulo, el autor nos habla de Expectación, atención, recuerdo. Es decir, de la impresión que provoca en nosotros la noción del pasado, del presente y del futuro. Tiene gracia, pues algunas películas han descrito con mucha agudeza este asunto. Y aparte de las celebérrimas ‘Regreso al futuro’, en el peliculón de 1993 dirigido por Clint Eastwood ‘Un mundo perfecto’, el personaje de Butch interpretado por Kevin Costner le dice a su compi Phillip que el automóvil en el que viajan es una máquina del tiempo: la cabina es el presente, el cristal trasero muestra el pasado y el parabrisas delantero te enseña el futuro. Algo parecido pero de manera más jocosa hablan en ‘La loca historia de las galaxias’ de Mel Brooks, cuando Casco Oscuro y su comandante en jefe se ponen a ver la película en vídeo de la que forman parte, llegando incluso al instante preciso en el que se hallan, el tiempo real, dando lugar a un galimatías imposible y divertidísimo.
Siento no poder enriquecer mucho más las enseñanzas de este docto autor clásico, pero es que se trata de un libro muy complejo. Y no únicamente por la facultad de San Agustín de retórico empedernido, sino por sus tratados filosóficos extraordinariamente enrevesados. Los capítulos finales son páginas y páginas reflexionando acerca del significado profundo de las primeras frases del Génesis, por poner un ejemplo. La parte autobiográfica, en cambio, resulta más amena además de fascinante, teniendo en cuenta que la vida de este santo no fue precisamente la de un asceta, y él mismo lo admite cuando dice Dadme la castidad y la continencia, pero no ahora.
Su vida está muy bien plasmada en la producción televisiva de 2010, con reparto italiano encabezado por Franco Nero. En esta miniserie conocemos sus vaivenes, sus problemas, sus debilidades, sus pecados y su evolución, que el propio autor detalla en estas Confesiones.
Dada mi ignorancia y mediocridad, lo único que he podido hacer es quedarme con eso que los aficionados a Paulo Coelho y similares llaman “sentencias”. Frases resultonas que para –insisto– necios como yo, son como perlas de sabiduría. Sólo que las que comentaré a continuación, difícilmente las encontrarás en el extremo de una bolsa de té.
¡Enamorado de mi precaria libertad de esclavo fugitivo! (…) ¡Tan grande es la ceguera de los hombres, que de la propia ceguera se glorían! es algo que dice en referencia a un incidente que le sucedió en su pubertad. Se ve que estando con su pandilla, robaron peras en un campo, y no contentos con la fechoría, el inocente (pero cruel) Agustín arremetió con el pobre cojo que cuidaba los perales, y esto parece que le produjo regocijo en su corazón ignorante. Me gustan estas frases con las que se describe a sí mismo y a sus semejantes, porque son imposibles de inventar: el que las ha escrito conoce al ser humano; lo ha tratado mucho y sabe muy de cerca cuáles son sus flaquezas.
San Agustín vivió mucho y muy intensamente, pero no se quedó ahí: reflexionó, y muchísimo. Por eso todo lo que nos diga nos enseñará. Y me resulta curioso que yo lo haya apreciado más como un libro de contenido humanista que de contenido cristiano. Temía tanto desembarazarme de todo estos estorbos como debiera temerse el embarazarse con ellos (Ahondando en la naturaleza esclava del hombre, de su pasión por las banalidades y la gratificación inmediata y fácil, y de lo titánico del esfuerzo que supone cambiar, y liberarse de los lastres, tanto materiales como espirituales. Todas las otras cosas de la vida tanto son menos para llorar cuanto más se lloran, y tanto más son para llorar cuanto menos se llora por ellas.)
Puede que leer a autores sensibles y concienciados con la fe en Dios y con el género humano sea reconfortante en momentos de tribulación y congoja personal. El mundo es y siempre ha sido (y naturalmente, siempre será) un lugar agresivo, injusto y peligroso. Las personas nos hacen daño y pequeño bien me parecía este si una triste experiencia no me hubiera hecho ver la innumerable cantidad de gentes que –yo no sé por qué apestoso contagio de pecados que cunde por doquiera– van no sólo a comunicar a los enemigos enojados lo que dijeron sus enojados enemigos, sino que añaden lo que no dijeron.
San Agustín, en muchos momentos de su vida, también se vio herido por la opinión de los otros, adicto a su frívola aprobación: Pero me contenta más la verdad que las alabanzas. Porque si se me ofreciera opción entre ser loco furioso o en todas las cosas equivocado, mereciendo por ello alabanza universal, o ser constante y firmísimo en mi adhesión a la verdad, mereciendo por ello general reproche, yo sé muy bien lo que elegiría. No obstante, yo no querría que me aumentase la satisfacción de una buena obra mía el sufragio y favor de boca ajena. Pero la aumenta, lo confieso, así como la desaprobación la disminuye.
En fin, terminaré contando que llevo unos días abatido por culpa de mi inseguridad y de mi vanidad, obsesionadas con el escrutinio ajeno, y siempre buscando algo de los demás pero guardando cautelosamente mi propia bolsa, porque Es así, es así, es así el corazón humano. Ciego y enfermo, torpe y vergonzoso, quiere permanecer escondido y no quiere que a él ninguna cosa se le esconda. Por eso me sentí mejor al leer algo que debería recordarme de vez en cuando, y que la cantante Alaska hizo popular en los ’80 con un texto algo más accesible:
¿Y qué me importaba a mí lo que los hombres pensasen y los comentarios que hiciesen de aquel secreto designio mío y que blasfemasen o no blasfemasen mi bien?
NOTA FINAL: no sabéis cuánto me alegró leer cómo Agustín también fue testigo de la estulticia de los cretinos “pro-ciencia” que por alguna razón oscura siempre odian con saña la religión y a quienes la practican en paz: Se mofaban de la fe con la temeraria promesa de la ciencia y luego imponían a la creencia tantas y tantas fábulas y absurdos. Y sentencia más tarde con algo que me recordó mucho a eventos recientes: Como suele acontecer al que cayó en manos de un mal médico, que después no se atreve a fiar del bueno.