
Imagina un enorme avión de pasajeros, no con cientos de plazas, sino con decenas de miles. Es casi una fortaleza flotante, y se desliza por el aire sin mayor novedad, más que alguna turbulencia ocasional.
Tú te sientes cómodo y a salvo, estás sentado en tu butaca, en tu pequeño espacio, rodeado por los demás pasajeros, que se sienten más o menos igual que tú. Muy de vez en cuando, se oye empezar una discusión, pronto aplacada por las azafatas. Todo parece ir muy bien.
Pero algo no te cuadra. De repente, te surge la necesidad de hablar con instancias mayores que las de los auxiliares de vuelo, te sientes intranquilo, te entran los nervios.
Te levantas, te decides a ir a visitar la cabina de mando, quieres hablar con el comandante, tienes que averiguar quién pilota el aparato, y por qué lo está haciendo así y no asá.
El personal te intenta disuadir: primero tus amigos, luego otros pasajeros, más tarde las azafatas… Sigues tu camino hacia la verdad.
Abres la puerta del compartimento de los pilotos. Efectivamente y como temías, no hay nadie. La cabina está vacía. Un gigantesco cuadro de mandos repleto de botones, palanquitas e indicadores ininteligibles se halla ante ti sin que nadie lo opere. El espacio infinito en el parabrisas, los asientos vacíos, y unos mensajes de radio que no son recibidos por ningún ser humano.
Aquella imagen de horror te impacta y tratas de hacerla saber al resto del pasaje. Pero te da vergüenza proclamarlo a viva voz, así que hablas con sólo una azafata en privado y en voz baja, que te ruega vuelvas a tu lugar. Allí, se lo comentas a tu acompañante, que se ríe; luego a los viajeros de la fila de atrás, que se mosquean contigo, y te reprenden por propagar mentiras e incitar al pánico.
Finalmente, pides una bebida fuerte, te la bebes rápido para conseguir un efecto sedante, y te quedas inmóvil y en silencio, mirando por la ventanilla el ningún sitio al que vais todos en esa nave sin piloto.
Así es como estamos. Creemos –porque así nos lo han hecho creer desde que vinimos al mundo– que formamos parte de un sistema de raíles humanos, perfectamente estudiado y de funcionamiento infalible, en donde nada ni nadie se desvía de su rumbo ni un milímetro. Donde cualquier falla es detectada al instante por cámaras de seguridad y personal policial y judicial, que actúan de inmediato para resolver el problema y proseguir con el rendimiento de esta genial máquina incapaz de error.
Nadie puede dañarnos, nuestro trabajo está protegido y nuestra hacienda custodiada por un banco y a salvo. Ningún delincuente conseguirá jamás burlar la vigilancia, y ningún desastre natural o accidente alterará el flujo de los movimientos de la sociedad, pues las calles se limpiarán en seguida, y los daños reparados. La administración, el gobierno, el estado o como cada uno llame a los encargados de organizar el funcionamiento global, operan a pleno rendimiento, y no existe la posibilidad de que un funcionario público, sea el que sea, no trabaje por y para la mejora constante de este sistema.
Pero evidentemente esto es una ficción. Y esto no se puede saber hasta que no se alcanza cierta edad y hasta que no se conoce (de verdad) a gente suficiente. La sociedad toda ella, y aun la civilización en su conjunto, están perennemente caminando por un cable de una pulgada de grosor, sobre un oscuro abismo a punto de engullirnos a todos. Vivimos constantemente y toda nuestra vida en un barco que se está hundiendo pero que no nos apetece abandonar (ni arreglar), y seguimos tocando música con los ojos cerrados, como la orquesta del Titanic.
Y si la sociedad no se entrega más a menudo al caos más primitivo y salvaje, es precisamente gracias a esa ficción. Es la ilusión que tiene la gente (voluntariamente aceptada) de que todo marcha según lo previsto, que no se viene abajo todo. ¿Reunirnos todos, hablar y cooperar para intentar reparar el navío? ¿Detener la máquina unos días para evaluar los merecimientos reales (y por ende los castigos) que todos y cada uno debemos tener de acuerdo a nuestro trabajo y nuestra actitud? En fin, ¡¿Sanear todo esto?!
No. Huimos hacia adelante. Toda nuestra vida. Sumergiéndonos más y más en unas aguas cada vez más negras. Una sociedad empapada de gasolina y sosteniendo temblorosa una cerilla encendida es lo que somos, donde la gente trabaja a diario sin querer ver el desastre y la ruina que pende sobre ella, donde ese “no querer ver”, donde esa ilusión de eficacia, de perfección, de funcionamiento óptimo es lo único que nos separa de la jungla y el horror total.
Por cierto que recientemente esa ficción (siempre frágil, por su propia naturaleza) se ha tambaleado seriamente, y por eso cunde el pánico, y por eso se avecina una catástrofe que, una vez más, nadie querrá mirar. Como los niños pequeños que jugando al escondite se tapan los ojos porque creen que así nadie les puede ver. El incendio es inminente, pero veremos a toda la gente más preocupada por danzar alrededor del fuego que por apagarlo.
El síndrome de Estocolmo y el borreguismo crónico morboso masivo ya no le veo mucha solución, defienden al sistema esclavista genocida con su vida y entregan a sus hijos como ofrenda.
La ignorancia y la comodidad se vuelve peligrosa y la historia se repite una y otra vez.
Lo único que se que nada ni nadie me quitara mi libertad.
Así es.
Muy buen articulo y que panico no saber hacia donde nos dirigimos mas que a la miseria mas absoluta.
Naci en los tardios ochenta y cuando tomaba algo de conciencia, alla en los noventa, veias a tu alrededor alegria y hasta bonanza economica que se reflejaba en casi todas las familias. No teniamos todo pero tampoco nos faltaba de nada. Padres con la vivienda casi pagada o con muy pocos años para tenerla en propiedad y no del banco. Poca solteria y muchas familias. Hasta la familia mas humilde se podia permitir unas vacaciones, comer algun fin de semana fuera de casa o poder tomar unas copas. Trabajo por doquier y ambicion por mejorar… En fin, muchas cosas que a dia de hoy son irrecuperables.
Nos tocara trabajar muy duro para que nuestros hijos puedan, quiza, disfrutar de eso que hemos perdido. La libertad.
Un abrazo.
Yo me considero un poco más egoísta en ese sentido. Yo no quiero luchar por reparar lo que miles de cretinos (y de hijos de puta) se han encargado de echar abajo. Yo quiero salir por patas de aquí, en cuanto tenga la mínima oportunidad: Irlanda, Dinamarca, Canadá, Nueva Zelanda, Japón, Singapur, Uruguay… Me da igual. Donde pueda trabajar y vivir en paz y con libertad. Esto es inaguantable.